Verdadero o falso. La construcción de verdades como método de acción política. (Gerardo Codina)

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(situación nacional/teoría)

Por Gerardo Codina[1]

El caso D’Alessio destapó un entramado siniestro de operaciones políticas, mediáticas y judiciales, cuya mecánica revela a la construcción de falsas “verdades” como una herramienta en uso generalizado para la acción política desde el poder, orientada a estigmatizar opositores con denuncias obtenidas mediantes extorsiones y chantajes, secundariamente aprovechados por estas modernas “fuerzas de tareas” para su propio enriquecimiento. Más allá del escándalo, pone a la vista que siempre la verdad es una construcción social.

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Lejos de los debates filosóficos que atraviesan toda la historia del pensamiento occidental desde que la humanidad reflexiona sistemáticamente y críticamente sobre el concepto de verdad, el agente multiservicios D’Alessio, de promiscuo vínculo con los principales operadores del poder mediático, judicial y político del régimen macrista, revela una dimensión utilitaria y mundana de la verdad, como montaje de relatos que cobran verisimilitud a partir de las mediaciones y de la credibilidad de ciertas instituciones públicas. 

Una acusación que da inicio a una investigación judicial, que luego es publicada por un importante matutino y tomada como confirmatoria de sospechas expresadas previamente por un destacado dirigente político, se convierte en una verdad para una parte significativa de la población, más allá de que no tenga ningún sustento probatorio real, porque corrobora sus prejuicios y así, refuerza sus creencias y se convierte en un acto político.

La secuencia puede ser otra. D’Alessio lo comprendía bien. Primero la denuncia periodística, luego el accionar judicial y por último, la interpretación política de lo denunciado en una hipótesis integradora. El objetivo es el mismo y siempre, la “verdad” apenas una molestia, mientras que lo que se muestre en público sea medianamente creíble, al menos para una parte de la audiencia y, al menos, por un tiempo.

En algún sentido, todo este procedimiento sigue la lógica del espectáculo y está destinado, en gran medida, a entretener. Como en el teatro, la participación de los espectadores no sólo es presencial. Deben ser cómplices del relato. Si la representación es un “como si”, también quienes la presencian deben aceptar esa premisa, para poder sumergirse en la historia propuesta desde el escenario y vivenciarla tanto como los actores, de un modo similar a lo que sentirían si estuviese sucediendo realmente. Claro que es un juego. Y que todos conocen la regla.

Más allá del montaje de la escena imaginaria, lo que hace de soporte del relato es la palabra. Creemos en las palabras que oímos. Es la tendencia natural del hecho de compartir un lenguaje. Las palabras dichas configuran un sistema de sentido, más allá de quiénes las digan, cuando y como, aunque todo eso importa y mucho, y nos permiten evocar o imaginar hechos, cosas y circunstancias que no hemos presenciado, con las que no hemos interactuado y que no están ante nosotros en este momento. Es el poder maravilloso que hemos adquirido con el lenguaje en el devenir de nuestra conformación como humanos. El poder representar la realidad, las cosas y sus relaciones, las emociones de otros y sus acciones.

Por eso las palabras pueden mentir. Porque son creíbles. Debido a que creemos en ellas y en los relatos que construyen. Si se sostienen además en instituciones a las que conferimos autoridad o que expresan el poder consensuado, las que dan su testimonio de veracidad, los relatos pasan a operar también como hechos y son capaces de generar consecuencias políticas. Sin embargo, las palabras siempre son interpretadas. Ese es su límite. Tienen una ambigüedad de sentido de la que no pueden sustraerse. Así, nunca el que las profiere es dueño enteramente del sentido que les confiere quien las escucha.

Además, las palabras pueden muchas veces contrastarse con otros relatos o con los mismos hechos. Es por ello que Lincoln advertía con razón “Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.” Es por eso que falsear tiene consecuencias, claro. Y debido a ello la lucha política se traslada a la disputa sobre la verdad, y también en pugna por demostrar del modo más convincente que sea posible que el otro miente o engaña.

La construcción del escenario

La escena montada para tornar creíble para muchos las operaciones del estilo de D’Alessio, comenzó a construirse tiempo atrás. El primer paso que recorrieron el macrismo y sus aliados en el armado de una posición de poder discursivo, fue no aceptar como verosímil la palabra del gobierno kirchnerista. Mientras desde la trinchera entonces oficialista se repetía “Clarín miente”, desde el otro lado se descalificaron los dichos gubernamentales calificándolos como “relato”. Relato es sinónimo de cuento, de ficción. Esa condición de no verdad es la que se quiso afirmar.

Después, construyeron dos relatos propios. Uno, el de la “crisis”, la “bomba” que, de explotar, nos haría caer en una situación análoga a la Venezuela. Situación que todos los medios dominantes presentaban y presentan como caótica y de un sufrimiento insoportable para el pueblo, claro que responsabilizando de eso al gobierno venezolano, como si las acciones de sabotaje y bloqueo del imperialismo y sus aliados internos no tuvieran ninguna consecuencia y fuesen del todo inocentes.

El otro relato fue el de “se robaron todo”, la “corrupción K”, “la ruta del dinero K”, la “bóveda” y demás subtemas concurrentes y derivados. Cualquier manifestación de riqueza de los integrantes del gobierno anterior se tomaba como una comprobación del relato del “PBI perdido por la corrupción”.

Sólo cuando estas operaciones estuvieron instaladas en amplias franjas de la opinión pública es que comenzaron las acciones tendientes a mostrar una alternativa de cambio. El kirchnerismo ya estaba derrotado para ese entonces. Lo que vino después fue sólo el remate de la operación mediante la campaña política.

En el proceso, hubo otras instalaciones, tendientes a asociar tal o cual personaje con “la mafia de la efedrina” o “los comandos venezolano-iraníes” que “asesinaron” a Nisman. La credulidad inicial de todos frente a las palabras debía ser filtrada, destilada por cada uno según su propio aparato conceptual referencial, expresivo de la particular experiencia social adquirida, que habilita una diferente capacidad interpretativa de lo que se presentaba como verdadero según los propios valores, creencias y saberes.

La cuestión de la verdad en la acción política

La proximidad de una elección, que será decisiva para el devenir inmediato de nuestro país y del pueblo argentino, moviliza una serie de debates, según se ponga el acento en las diferentes cuestiones que se consideran definitorias para una resolución acertada de la coyuntura. La difícil herencia de la crisis auto inducida por el macrismo, los límites de una estructura productiva que no logra sortear la restricción externa y el peso de las tradiciones político culturales, entre otros, son cuestiones en discusión que pueden hacer obstáculo para la acción colectiva sino se los mira en su perspectiva adecuada.

Interpretadas las palabras según el particular traductor que cada quien tenga debido a  su experiencia, pensamiento crítico y reflexivo, creencias y valores, queda claro que el valor de verdad que pueden contener es relativo y no absoluto. Lo tienen para quienes pueden creer en ellas.

Más allá de la condición elusiva e interpretable de las palabras, queda la cuestión de la verdad, antes o después de como sea expresada y de si es oída o silenciada. Más que el problema filosófico de la verdad, es el problema más pragmático de las cosas verdaderas y de los relatos verdaderos. Los relatos que se asumen como verdaderos.

En este punto hagamos una digresión. Las palabras reflejan una parte de la realidad, la que históricamente hemos logrado capturar con nuestro saber. Reflejan tanto lo que existe como lo que sabemos sobre lo existente. Un ejemplo lo muestra. En idioma guaraní la palabra para designar el arma escopeta es precisamente escopeta, porque en el mundo guaraní no existía esa arma hasta que la introdujeron los colonizadores europeos. Otro ejemplo más cercano en el tiempo. Decimos guglear para referirnos a la acción de utilizador un buscador de contenidos en internet mediante palabras claves, porque el más utilizado entre nosotros es el provisto por la empresa norteamericana Google, la que nos permite recurrir a sus servicios de modo gratuito para enterarse, de paso, de nuestros intereses y preferencias expresados en nuestras búsquedas y así direccionarnos publicidades que comercializa. 

Desde esa perspectiva, las palabras pueden ser verdaderas siempre en los límites históricos, y por lo tanto provisorios, de un saber social. ¿Cómo refrendan su condición de veracidad? Con su capacidad de operar como un saber que permiten actuar sobre la realidad, para transformarla en un sentido deseable, que se anticipa en la representación mental de lo que se planea realizar.

Puesto en estos términos, la verdad que importa en política no es la honestidad con la que trasmite su pensamiento o su valoración de una situación social un determinado espacio, sino su ponderación de la correlación de fuerzas existente y de su capacidad de modificarla en beneficio propio, que se evidencia verdadera en el acto de transformar la realidad política de acuerdo con sus objetivos.

Se trata de la verdad en su dimensión de conocimiento de lo real, de saber que posibilita reconfigurar lo existente.

Cuando se trata de política democrática, la verdad sólo es operativa como fuerza transformadora, en tanto concita mayorías y tiene, a su vez, la posibilidad de ampliarlas o sostenerlas. Aunque no siempre las fuerzas políticas democráticas se encuentran en condiciones de asumir una posición mayoritaria. Hay momentos en la lucha política que debe ser al contrario, para poder sostener las convicciones que animan y caracterizan a esa fuerza política.

Pero esa circunstancia de sostener una posición contra mayoritaria no puede asumirse como una vocación existencial o testimonial, si se pretende alcanzar eficacia en la modificación de lo existente.  

En una lógica revolucionaria, se trataría de otra cosa. No importaría el consenso previo de la mayoría, sino su neutralidad. Contando con una propia base organizada, dispuesta y activa, a la fuerza revolucionaria lo que queda es determinar con precisión cómo y cuándo el sector más vulnerable hará valer sus derechos. La acción decidida, en la medida que sea acertada, habrá de reconfigurar el campo de fuerzas de manera persistente y con ello habilitará después la posibilidad de sustentar la nueva situación en un consenso mayoritario. Pero tendría éxito sólo si confrontase con un poder aislado y carente de sustento mayoritario.

Por eso esta lógica no está presente en la agenda actual de nuestra región. Precisamente por el consenso que neoliberalismo ha logrado construir entre sectores amplios de nuestras sociedades y el ascendiente que el ejemplo norteamericano tiene como modelo de sociedad, al que aspiracionalmente muchos desean pertenecer. Construir consensos sociales alternativos como condición de posibilidad de procesos emancipatorios es el desafío del momento.

Para ello, un primer paso, es unificar todas las vertientes sociales que resultan jaqueadas por el enorme y sistemático proceso de concentración de la riqueza, las grandes mayorías que, más allá de cómo interpreten lo que les sucede, se han visto afectadas en sus condiciones habituales de existencia.


[1] Gerardo Codina, psicólogo. Secretario General de la Asociación de Psicólogos de Buenos Aires (APBA). Miembro del Consejo Editorial de Tesis 11.

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