UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO.

Compartir:

Joel Kovel*

“Ya en agosto de 2001 se había enterado que Al Qaida estaba planeando utilizar vuelos para dirigirlos contra grandes edificios y no hizo nada para detener eso.”

Escribo esto a fines de septiembre y no puedo afirmar quién resultará victorioso en las elecciones presidenciales de noviembre -o incluso si habrá una elección lo suficientemente honesta como para que merezca el nombre de tal. Sin embargo, la opinión que prevalece en todo el arco del espectro político es que el actual Presidente mantiene la ventaja y que, si todo continúa de esta manera, George W. Bush regresará a la Casa Blanca por cuatro años más.
 Es un desarrollo asombroso, incluso para las normas devaluadas de la política reciente. Bush ha logrado la pesada medalla de ser el peor presidente de la historia de EE.UU. Ya en agosto de 2001 se había enterado que Al Qaida estaba planeando utilizar vuelos para dirigirlos contra grandes edificios y no hizo nada para detener eso. En su lugar, desencadenó dos guerras ilegales, cuyos resultados fueron cada vez más catastróficos y, en el caso de Irak, desesperanzadores. Dirigió una política norteamericana hacia Israel que impulsó a éste a nuevos niveles de cruel unilateralismo. Se comprometió estrechamente con los capitalistas más corruptos de la historia de Estados Unidos, quienes mueven una maquinaria colosal, han cometido latrocinios flagrantes contra los ciudadanos comunes y están plenamente embarcados en el saqueo de Irak. Es el primer Presidente en más de setenta años en finalizar su período con una pérdida neta de empleos en territorio nacional. Sus recortes impositivos y desenfrenados gastos militares han costado al Tesoro de EE.UU. la extraordinaria suma de 11 billones de dólares, lo que garantiza la ruina de los últimos vestigios del Estado de bienestar. Durante el primer período de Bush, más de cuatro millones de personas perdieron su seguro de salud, y la política educativa ha sido un completo desastre. Se han diseminado más de 300 lesiones ambientales calculadas y brutales desde que él ocupó la Oficina Oval. Finalmente, el régimen de Bush se ha embarcado en el que tal vez es el período más prolongado de represión de las libertades civiles en la historia norteamericana, lo suficiente como para agitar los temores de que Estados Unidos se esté convirtiendo en un Estado fascista, bajo la ideología legitimante del fundamentalismo cristiano.
 Y no obstante eso, este hombre de arrogancia e ignorancia supremas plantea su regreso a la Casa Blanca, pese al hecho de que una mayoría neta del pueblo conoce sus mentiras acerca de Irak, tanto como sus mentiras acerca de cualquier cosa. De manera asombrosa, cerca de dos tercios de los electores que dicen que votarán por Bush manifiestan grandes diferencias con sus políticas, aunque no tengan mayores esperanzas en que se produzca algún cambio en su segundo período. No se trata precisamente de niños y sin embargo razonan como niños, con un grado deplorable de fe y confianza en un Presidente que, ante cualquier norma jurídica positiva, podría ser imputado de “graves crímenes y contravenciones” y -para usar una palabra algo más precisa- merecería la horca por su prosecución de la guerra en Irak. Incluso, una mayoría cree que Bush la protegerá ante el terrorismo mejor que su oponente, cuando se ha probado con claridad que él es el más incompetente para detener el fenómeno; y lo que es peor, se ha comprobado su complicidad con los terroristas y, en todo caso, se trata del mayor reclutador para el terrorismo que el mundo ha conocido jamás.
 Si hubiera en Estados Unidos una oposición auténtica esto tal vez no sucedería. Pero no existe una izquierda real y el Partido Demócrata continúa su larga inclinación hacia el olvido. Oportunistas sin escrúpulos, los demócratas permiten al Presidente salir airoso a pesar de su atroz prontuario. El poeta Yeats escribió una vez acerca de un tiempo en que “el mejor pierde toda convicción mientras que el peor se siente pleno de intensidad apasionada”. Ese tiempo ha regresado. Por supuesto: los demócratas no son lo mejor que este país puede ofrecer. Pero el largo proceso de conducir hacia la marginalidad a la oposición auténticamente radical los ha dejado en esta posición. Y, ciertamente, han perdido toda convicción. Para ser más exacto, sufren de lo que Sartre llamó “mala fe”: una creencia en el mejor de los mundos posibles, corrompido por la lealtad hacia lo que ha empeorado el mundo dado.
 El contrincante de Bush, senador John Kerry, suministra un ejemplo interesante puesto que, a diferencia del, digamos, moralmente escurridizo Bill Clinton, hay algo de coraje auténtico en este hombre que fue capaz alguna vez, en 1971, de oponerse a la Guerra de Vietnam y encabezar a los veteranos licenciados en la oposición a ella. Pero este verdadero vigor se transformó en debilidad y ambivalencia en cuanto se unció al carro de la lealtad al sistema. La incapacidad de Kerry para hablar francamente acerca de algo -un defecto explotado de manera jubilosa por los republicanos- proviene de su tormentoso interior y produce su fundamental ausencia de atractivo como candidato.
 Pero diga lo que diga, Kerry no puede ofrecer ninguna alternativa real a Bush: apenas la promesa miserable de ejecutar la tarea con mayor eficacia. En definitiva, puede impresionar a una burguesía que observa con alarma creciente la rigidez y la atolondrada denegación de la realidad que caracterizan a Bush, pero Kerry no muestra evidencia alguna de ser capaz de cambiar el curso de las cosas. ¿Cómo puede ser que un político que juega de este modo aspire a ganador? Todos saben lo que significa adular al gran dinero, lo que implica caer en la lógica de la acumulación y promover la expansión agresiva del capitalismo en general y, en lo que respecta a Irak, en el terreno del dominio del imperialismo y el belicismo norteamericanos: el saqueo del petróleo, con la ayuda de corporaciones mafiosas como la Halliburton de Dick Cheney y el refuerzo del plan mayor de convertir a Irak e una base para la proyección del poder de Estados Unidos en Asia central y sudoriental. Y de este modo Kerry no se ofrece más que como una pálida y sensitiva imitación de Bush.
 Antonio Gramsci formuló la profunda observación según la cual cuando un viejo orden está muriendo y el orden nuevo no puede aún nacer, se desencadenan muchas fuerzas patológicas en la sociedad. El Estados Unidos actual se adecua a esta fórmula: se trata de una sociedad profundamente enferma, cuyo proceso político ha degenerado hasta el punto de inhabilitar casi por completo a las masas. Es un país donde ningún gran partido ofrece la esperanza de despertar de la pesadilla de la guerra interminable y el deterioro ecológico, y donde las fuerzas políticas alternativas, tanto los remanentes del socialismo como los verdes más encumbrados, han sido marginadas sin piedad. La ciudadanía vive en temor perpetuo, inducida económicamente por la deuda masiva, atormentada respecto al seguro de salud, el desempleo y la pérdida de pensiones y conformada mentalmente por los términos de guerra y terrorismo que manipula una máquina de propaganda satánica. Durante generaciones, el pueblo ha sufrido lavados de cerebro y control mental. Ciertamente, mirar los “reality show” televisivos o cualquiera de los miles de avisos publicitarios, a los cuales se sujeta al público día tras día, es comprender por qué el norteamericano promedio es incapaz de distinguir entre la verdad y la falsedad o incluso poner cuidado en diferenciar una de otra. No existe ninguna esperanza de que las nuevas industrias suministren alguna guía. Por ejemplo, después del oprobioso discurso reciente de Bush en las Naciones Unidas, el The New York Times sepultó virtualmente una nota que documentó el desprecio casi universal con que él fue tratado por la prensa europea. Pero ni el Times ni cualquier otra gran fuente periodística en Estados Unidos ofreció más que tímidos signos críticos del mismo acontecimiento.
 Entonces, no resulta extraordinario que el electorado se incline de manera nihilista hacia el Presidente mitómano y bienintencionado. Ciertamente, opera el sistema. Ese es, precisamente, el problema.

*Joel Kovel, profesor de Ciencias Sociales en Bard College Annandale, Nueva York. Fue candidato a vicepresidente por el Partido Verde en EE.UU.

Deja una respuesta