Los Mártires de Chicago

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Horacio Ramos*

Suele haber refranes populares que reflejan mejor que nada lo efímero de un instante, la mutación del contorno o el torbellino de una ciudad. “Chicago mata cerdos y cría hombres”, era una de las más caras sentencias concebidas por los viejos yanquis. Pero el Juez John Peter Altgeld pensaba otras cosas aquel día de otoño de 1887. Esa mañana del 11 de noviembre, iban a ser ejecutados los “bandidos anarquistas”, según los definía el “Chicago Tribune”, porque para el periódico eran los únicos responsables de la bomba arrojada contra la policía en el mitin obrero de Haymarket Square. Sin embargo, algo le decía a Altgeld que no era cierto, que se hacía necesario rastrear la verdad de lo ocurrido por otros carriles.

Rompía los ojos el hecho que, por sobre todo, se había condenado una idea y no un homicidio, como dictaminara el jurado tendenciosamente. El juicio se había constituido en una inicua deformación desde el comienzo hasta el doloroso epílogo. La lucha por las ocho horas de trabajo diario, fundamentalmente, movimiento que iba adquiriendo una envergadura que asustaba a los dueños del poder, era el objetivo que debía detenerse a cualquier costo.

Y la bomba inventada por la Agencia Pinkerton, la custodia privada al servicio de la burguesía, fue la herramienta utilizada para concretar la trágica provocación.

Como un estilete en la conciencia, estas reflexiones calaron hondo en el obstinado alemán que, muy niño, en busca de libertad y justicia, había llegado a la tierra de su admirado Abraham Lincoln, una patria que luego hizo suya y supo amar como nadie.

Fue por eso que, años después que el Congreso Obrero Internacional, reunido en París en 1889, resolviera celebrar el 1º de Mayo en homenaje a las víctimas de Chicago, ya electo Gobernador de Illinois, Altgeld redactó el memorable texto que otorgaba el perdón absoluto para los tres protagonistas que aún permanecían en prisión. Este acto, como lo expresara el legendario Juez, no fue de misericordia, sino un gesto de estricto desagravio.

Por eso, cuando en un país ubicado al sur del continente americano, casi tres mil trabajadores se convocaron para rescatar el 1º de Mayo de 1890 en el Prado Español, en aquella Buenos Aires envilecida de Juárez Celman, es seguro que la sombra protectora de ocho militantes que respondían a los nombres de Schwab, Lingg, Fisher, Fielden, Parsons, Spies, Neebe y Engel, compartió con ellos el grito, la bronca y la esperanza.

*Escritor y periodista, integra el Consejo Editorial de “Tesis 11” y dirige el periódico “Nuevos Aires” editado en Avellaneda (Bs.As).

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