La (disputada) democracia en América: el intenso camino de Joe Biden hacia a presidencia.

Compartir:

Revista Tesis 11 Nº 137

Edición dedicada a América Latina

(eeuu-por su influencia en américa latina)

Manuela Expósito*

Las demoras ocasionadas durante el conteo de votos en varios estados, y una reñida victoria del candidato demócrata, lograron tener al mundo en vilo por casi una semana.

“Dejen de contar” versus “Todos los votos cuentan”. Probablemente, nunca dos consignas tan sencillas, tan extremadamente opuestas, y a la vez tan simbólicas del sistema representativo estadounidense, jugaron un rol crucial en un momento electoral como el que se está viviendo este año. La pandemia originada en la propagación global del Coronavirus fue uno de los factores que logró arrebatarle un segundo mandato a Donald Trump: la pésima gestión sanitaria, y la masiva participación que se originó al habilitarse el voto por correo, se empeñaron por posicionar a Joe Biden como un candidato presidenciable, dispuesto a recuperar aquellos Estados que –como fue el caso de Michigan o Pennsylvania- le posibilitaron al republicano llegar al Ejecutivo en el 2016. La última batalla, librada en el minuto a minuto, por éste último Estado finalmente le cumplió el sueño de su vida al ex vicepresidente de Barack Obama: ocupar la cumbre del poder político estadounidense.

Es imprescindible comprender la mecánica con la que opera la democracia en el país del norte, sindicada por algunos como un modelo que está mostrando serias fisuras. Resumiendo: Estados Unidos tiene un sistema presidencialista, fuertemente bipartidista, sin terceras fuerzas en condiciones de disputar un espacio de poder (si no logran por lo menos un 5% del voto nacional, no reciben ni siquiera financiamiento para la campaña); de elección indirecta mediante Colegio Electoral, donde con una mayoría de apenas un voto se gana un Estado completo (lo que se conoce como “winner takes all” o “el ganador se lleva todo”), y con un federalismo tan fuerte que obedece a la preexistencia de los Estados respecto del gobierno central. Al norteamericano le preocupa la excesiva injerencia del presidente y de las instituciones del gobierno central y, en un buen ejemplo de la implementación de los constitucionalmente establecidos “frenos y contrapesos”, confía en la división de poderes republicana que le permite al Poder Judicial y Legislativo ponerle coto a las iniciativas del primer mandatario.

Trump ha experimentado la “rebelión judicial” en carne propia: por eso, la carrera protagonizada en la Cámara Alta semanas antes de las elecciones, y su interés en designar a una fiel Amy Coney Barrett como jueza en la Corte Suprema, que tiene la última palabra en momentos de disputa en lo referente al conteo de los comicios. La mayoría conservadora no siempre es garantía de victoria, pero al menos tiene que intentarlo. El hecho de haber denunciado fraude incluso meses antes –y la amenaza constante de presentar recursos ante los tribunales estatales, para luego avanzar hacia la Corte Suprema- tiene también consecuencias adversas para el sistema político, que se enfrentaría a un proceso de deslegitimación motivado desde el mismísimo Poder Ejecutivo. Los propios colegas republicanos del presidente han hecho público su rechazo a la posibilidad de judicializar los resultados, como fue el caso de quien preside la Cámara de Senadores, Mitch Mc Connell, Marco Rubio –vencido en la interna dentro del partido en 2016- e incluso el ex gobernador Chris Christie.  

En efecto, el camino hacia los 270 electores, que apoyarán al candidato mayoritario en el Colegio Electoral, fue uno plagado de maniobras, dilaciones, acusaciones… y malas intenciones. Al fantasma de fraude que el actual presidente ha buscado instalar, al prever que la masividad del voto por correo podría resultar en una victoria más cómoda para los demócratas, le siguió una pronta intervención judicial. ¿El resultado? Dos batallas perdidas, en Georgia y Michigan; una batalla ganada, en la propia Pennsylvania, donde Trump logró durante los primeros días que se dejaran de contabilizar las boletas e intervengan más observadores en el proceso. A pesar de que Biden ya ha sido formalmente ungido en vencedor, los números definitivos van llegando a cuentagotas desde los puntos del país en donde se celebraron los últimos comicios: Georgia, Arizona, North Carolina, y Nevada. De hecho, hasta el 10 de noviembre rige el plazo legal para concluir con el recuento de los sufragios, muchos de ellos entregados con demora por un correo estatal que viene teniendo serios problemas en el pasado reciente.

Se ha especulado bastante acerca de que la posibilidad de que, una vez que Biden asuma la presidencia en enero del año próximo, esta nueva victoria demócrata sea el último clavo sobre el ataúd de la aventura de Donald Trump en la política norteamericana. Afirmar esto sería en realidad subestimar el fenómeno que llevó al ex empresario a convertirse en primer mandatario de semejante potencia mundial. El “trumpismo” es una suerte de movimiento que ha logrado reconciliar al Partido Republicano con las bases de extrema derecha, xenófobas, racistas (específicamente, supremacistas blancas), sexistas y militaristas de la nación. Les ha abierto las puertas, ha hecho propio su discurso y prácticas, y de esa manera ha recuperado un para nada pequeño sector del electorado otrora decepcionado de la política, o que encontraba escasa representatividad en los candidatos del espectro colorado. Esa zona gris encontró a un outsider, porque eso es Trump, como un desenfrenado portavoz de sus intereses. La propia Nancy Pelosi, jefa del bloque demócrata en la Cámara Baja, admitió públicamente que se trató de una “elección reñida”, lo cual implica que el núcleo duro del trumpismo está muy lejos de sentirse minoritario, desvanecerse o emprender la retirada.

La victoria de Biden seguramente representará una ruptura respecto al modo de hacer política del que fuimos testigos en los últimos cuatro años. Sin embargo, su antecesor se ha asegurado de dejar algunos alfiles custodiando su torre. Desde el golpe de Estado a Evo Morales, suscitado en 2019, un organismo supranacional volvió a estar en boca de todos los analistas de relaciones internacionales. La Organización de Estados Americanos –que había sido eclipsada durante casi una década por la consolidación de un espacio progresista como el Unasur- volvió bajo el liderazgo del uruguayo Luis Almagro a decidir, en reuniones que se realizan en suelo estadounidense, qué posición sentar sobre acontecimientos como el de Bolivia. Hace apenas unos meses, y ante un nuevo período de elecciones en este órgano, el país del norte se anotó una victoria. Frente a las candidaturas de María Fernanda Espinoza y Hugo de Zela, Almagro se alzó con el secretariado general nuevamente, siendo su candidatura impulsada por Estados Unidos, Colombia y Brasil; ésta última tríada no es para nada antojadiza, si analizamos la cercanía de los gobiernos de Duque y Bolsonaro con Trump, quienes comparten intereses no sólo económicos, sino principalmente ideológicos. 

Asimismo, la oportunidad de comprar voluntades, empréstitos mediante, era una que un hombre de negocios como Donald Trump no iba a dejar escapar. Por tal motivo, se apresuró por presentar a un candidato a las elecciones del Banco Interamericano del Desarrollo a la medida de sus intereses. Mauricio Claver Carone resalta en su curriculum haber sido asesor legal del Departamento del Tesoro estadounidense, director ejecutivo del Fondo Monetario Internacional y luego Consejero para Latinoamérica de la actual gestión. Antes de desembarcar en el ámbito público, Claver Carone fue lobista de U.S.-Cuba Democracy, una iniciativa abiertamente opuesta al castrismo. Todo lo anterior va en una única dirección: la de establecer una postura cada vez más dura con países con Venezuela, Cuba o Nicaragua. Y el poder económico que proyecta el B.I.D. es el lugar más apropiado para hacer una distribución de los recursos de forma totalmente discrecional. De hecho, la institución ya ha presentado un plan de “rescate” para Venezuela una vez que el país “retome el sendero democrático”, consistiendo en un empréstito de cerca de U$S 8.000.000. En ese sentido, la Subsecretaria de Estado para América Latina y el Caribe, Roberta Jacobson, expresó su temor a que el actual representante del Ejecutivo “use el banco para forzar a los países a adoptar las políticas que desea, como condición para otorgarles préstamos”.

La soberbia y la omnipotencia trumpistas quedaron como una marca de fuego sobre la propia elección de Claver Carone al frente del B.I.D.: un acuerdo mantenido tradicionalmente por los países miembros, había llevado únicamente candidatos latinoamericanos a la presidencia. Regla ésta que poco les importó también a aquellos países que acompañaron la decisión del primer mandatario del norte, como Brasil, Ecuador, Colombia, Bolivia, Uruguay y Paraguay. Y éste no es un dato menor, porque el presidente de la entidad maneja fondos por U$S 13.000.000.000 por años para otorgar créditos, y tiene llegada directa a los presidentes de cada nación. Donald Trump ha dejado un poderoso representante en la región, con una caja capaz de competir con los fondos que llegan de China con cada vez mayor frecuencia al sur del continente; y si bien el gigante asiático también es un país miembro, solo tiene una participación de un 0,004% frente al 30% norteamericano. Estados Unidos se juega una última carta en suelo latinoamericano, frente a un comercio exterior claramente dominado por Beijing y que se ha incrementado veinte veces desde el 2002.    

Joe Biden enfrenta entonces una serie de desafíos importantes. En primer lugar, trazar una estrategia que le posibilite mitigar el gran peligro que, tanto a nivel nacional como internacional, representa la pandemia del Coronavirus que ha posicionado a Estados Unidos como el país más severamente afectado. Una vez que la cuestión sanitaria se encuentre controlada, algo a lo que seguramente ayudarán los avances en el desarrollo de diversas vacunas que Donald Trump ha pactado con varios laboratorios, comenzará una segunda etapa llena de incertidumbre: cómo continuará la política exterior estadounidense, no tanto en lo referente a lo comercial (el restablecimiento de las relaciones comerciales con China ya es dado como un hecho en la era Biden), sino principalmente en su relación político-militar con regiones como Medio Oriente y América Latina. La Rusia de Vladimir Putin también es un importante jugador en el escenario mundial, al igual que Irán, naciones ante las cuales deberá el flamante presidente sentar una posición concreta en el marco de un multilateralismo cada vez más complejo. Habrá que esperar a ver si podrá convencer a organismos como la O.E.A. o el B.I.D. de plantear objetivos comunes: después de todo, haciendo gala de una actitud consensual, Biden ya cumplió con el “llamado a la unidad”, apeló a un discurso moderado, y cuenta con un notable apoyo del establishment de su partido y los intereses representados en Wall Street. Comenzó, literalmente, con el pie derecho.          

*Manuela Expósito, licenciada en Ciencia Política (U.B.A.), integrante de la Comisión de América Latina de Tesis 11.

Deja una respuesta