El derrumbe ideológico de la dirigencia radical

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Horacio Ramos*

Alem, el valor de los genes

La calle Federación, hoy Avenida Rivadavia, extendía sus huellas hacia el oeste, donde el sol entibiaba los primeros vestigios de la pampa. En un vértice de aquellos potreros cubiertos de tunas y cina-cina, levantó su pulpería la familia Alem (Alén en sus orígenes), en cuyas mesas los troperos apuraban la noche mojada de ginebra, mientras el naipe “orejeaba” las milongas y cielitos que algún cantor solía ofrecer al Restaurador. Allí nació Leandro N. Alem, un hijo del suburbio, criado alrededor de la iglesia de Balvanera entre carretas que venían del norte, y montando “en pelo” a los caballos que pastaban en los Corrales de Miserere.

Tribuno y caudillo, un inflexible jacobino que hizo de la ética una norma de vida, funda la “Unión Cívica de la Juventud” el 1º de septiembre de 1889, en el “Jardín Florida”, ubicado en la esquina de las hoy llamadas Florida y Paraguay. Posteriormente, se transforma en jefe civil de la Revolución del Parque en julio de 1890, suceso que tuvo como propósito derrocar al gobierno de Juárez Celman, en un país acosado, y que fluctuaba entre la hecatombe y el pánico. Alem, un lúcido intransigente, cuya pasión argentina le hizo rechazar todo acuerdo a espaldas del pueblo, funda el 2 de julio de 1891, la “Unión Cívica Radical”. Ponía así, en la entraña de la realidad, su pensamiento incorruptible: “Debemos marchar de frente, sin transigir con nada que no sea digno de nosotros.”·

La UCR se había expandido por todo el país, ya era un partido nacional, porque Alem, con sus densas barbas y la transparencia de su pensamiento, había recorrido el territorio para sembrarlo con su vocación democrática y su búsqueda impenitente de una Argentina sin oligarcas. Sin dudas, “el hijo del mazorquero”, pensaba una Patria distinta, que estuviera a la altura de los sueños de quienes la amaban sin condiciones. No obstante, harto de una sociedad cínica, en la noche del 1º de julio de 1896, y cuando un carruaje se detuvo en la puerta del “Club del Progreso”, pudo observarse que en su interior yacía, con la cabeza perforada, Leandro N. Alem. Se había suicidado a los 54 años. Radical sin medias tintas cuando de la defensa de principios se trataba, su vozarrón, seguramente, seguirá resonando desde la tumba con un axioma que jamás lo abandonó: “que se rompa, pero que no se doble.” Un legado insobornable para las generaciones que habrían de sucederlo.

La hora de Yrigoyen

Era diferente a su tío Leandro. Tenía un “aura” de sacerdote laico, y supo insuflarle a su partido una suerte de misticismo que lo distinguía de las otras organizaciones políticas. Para él, la UCR era un movimiento, simbolizaba “la Causa”, y el Régimen, falaz y descreído como solía nombrarlo, estaba constituido por la oligarquía en el poder. A ella combatió a lo largo de los años con las “armas de la crítica”, pero cuando fue necesario, lo hizo también con la “crítica de las armas”. No en vano, hasta 1910, época heroica de la conspiración permanente contra el Régimen, Hipólito Yrigoyen era conocido en las veredas políticas como “el General”, apodo crecido en su círculo íntimo y que indicaba la presencia de su jerarquía y disciplina casi castrense. Porque era “el Jefe”. Así, haciendo gala de su tenaz convicción, logró arrancar la “Ley Sáenz Peña” en 1912, que lo llevó, años después, a ser presidente de la Nación en 1916 por el voto libre, secreto y obligatorio de los ciudadanos (varones). De ese modo, una democracia “en pañales” emitía sus primeros vagidos en la Argentina.

Como bien lo expresa Rodolfo Puigróss en su “Historia crítica de los Partidos Políticos” (T. I –pág.203-Edit. Hispanoamérica), “el sabotaje a Yrigoyen se extendió por los tres poderes del Estado y por la Administración Pública”. En efecto, la difamación, la burla, la supuesta corrupción, fueron motivos de continuas habladurías en los mentideros políticos, en la prensa amarilla y hasta en los escenarios teatrales. La derecha no ahorró calumnia alguna para denostar al gobierno que, aun respetando la formalidad liberal, anhelaba consolidar un camino democrático y popular; su posición neutralista ante la Primera Guerra Mundial, es uno de los indicadores más trascendentes de su gestión. Sin embargo, no son admisibles dos lunares inexplicables que lo hicieron coincidir con la concepción oligárquica: la represión indiscriminada contra los obreros de Vasena en la huelga de 1919, y los trágicos sucesos de la Patagonia en 1921-22. Como alguna vez dijera Saint-Just en la París de la Revolución: “Nadie puede gobernar sin culpas…”

Pero la perspectiva de enfrentar al Régimen como lo había pensado Alem: “…el derrocamiento de todos los gobernadores y de todas las situaciones” (Puigróss, ob.c. –pág.202), no era tarea fácil. Los fantasmas azuzados por el enemigo ya deambulaban por el interior del radicalismo. Así fue que en el invierno de 1924, con Marcelo T. de Alvear en “la Rosada”, y en el marco de una disputa que nunca dejó de asomar en la historia de la U.C.R., la división se efectivizó en el plano partidario: por un lado, los “Yrigoyenistas”; por otro, en contubernio con la derecha más ramplona, los “antipersonalistas” (eufemismo de antiyrigoyenismo). Esta dicotomía se puso de manifiesto, con dureza, en las elecciones de 1928, cuando de ellas debía surgir el sucesor de Alvear. Los sectores populares, abrumadoramente, exigieron en las calles la candidatura de Yrigoyen por un nuevo período, aspiración que luego confirmaron con su voto. En el segundo mandato, a pesar de la fatiga de los años, el legendario caudillo fundó centenares de escuelas; organizó el Instituto de Nutrición, el del Cáncer y el del Petróleo; sancionó leyes sobre jornadas de trabajo; el censo ganadero; jubilaciones y pensiones para los bancarios. Todo a pulmón y contra reloj. Se trataba de un hombre amado por su pueblo, de una notable modestia republicana. Pero la soledad del poder, esa mueca abierta que señala el crepúsculo de muchas lealtades, vaticinaba el terco sendero del ocaso. La derecha que lo odiaba hasta el delirio y que había conformado una coalición de conservadores y “antipersonalistas”, contando además con la complicidad de un “socialismo” cipayo y una izquierda sin principios, fueron el soporte civil para la aventura dictatorial del 6 de septiembre de 1930, conducida por un Mussolini de entrecasa, el general José Félix Uriburu. De este modo, con fuerte olor a petróleo, se inauguró el ciclo cruel de los golpes de Estado en la Argentina contemporánea, contra los gobiernos constitucionales elegidos por el pueblo.

El regreso de Alvear

Ha pasado mucha agua bajo los puentes. Ya no está más la palabra encendida de Alem, ni tampoco la intransigencia acrisolada de Yrigoyen, “cortándole el rostro” al embajador inglés que pretendía nombrarle sus ministros como era costumbre en tiempos del régimen conservador. Ahora, han marchado al olvido, por obra y gracia del retorno del “antipersonalismo” al comando del Comité Nacional. De esta manera, prevalece esta alianza espuria con la derecha, personificada por un acaudalado empresario  colombiano de ambiciones  largas y luces cortas, y un funcionario menemista que,  como buen tambero, abjura de las retenciones impuestas al agro. Triste final para la verborragia socialdemócrata de “Ricardito”, hijo de un presidente con mandato controvertido, pues nació con el juicio a las Juntas dictatoriales, implantó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, desató una inflación galopante, inventó con Menem el Pacto de Olivos, pero que también, hay que señalarlo, enfrentó al “Clarín”, estigmatizó de fascistas a los ganaderos de la Sociedad Rural, y refutó la concepción decimonónica de monseñor Medina, hablando desde el mismo púlpito en que fue agraviado por el prelado. Pero es inútil. Porque ya los fantasmas de Alvear y Leopoldo Melo, carne y sangre del “antipersonalismo”, han comenzado a deambular  por las arterias de este nuevo contubernio que se pretende ofrecer a nuestra ciudadanía. Preguntamos: ¿se atreverán a mencionar el destino que brindarán a la política de Derechos Humanos, la Ley de Medios, la Asignación Universal por hijo y madre embarazada, la Ley de Matrimonio Igualitario, las retenciones a la renta agraria diferencial, la estatización de las AFJP, Aerolíneas, el Correo y Aysa? ¿Dónde irán a parar los aumentos bianuales a los jubilados? ¿Qué ocurrirá con el protagonismo logrado en el MERCOSUR, UNASUR, el G-20 (las naciones más importantes del mundo en materia económica) y en el Grupo de 77 países emergentes más China, que este año presidimos?

Pero dejemos hablar a Ricardo Alfonsín en la Convención bonaerense de la UCR del sábado 11 de junio en Avellaneda, donde un sector liderado por Federico Storani se retiró del recinto planteando su rechazo a estos acuerdos trasnochados: “Sé que lo que estamos proponiendo es una movida audaz y atrevida, que puede traer problemas a la UCR y al PJ. Pero no estamos dispuestos a dejar de hacer lo que creemos, que es lo mejor para el país por no cargar las culpas ajenas.”

“A confesión de parte, relevo de pruebas”, dicen los juristas. Pero se equivoca el pragmático candidato, al suponer que “este sapo” pasará alegremente por las bases del radicalismo, así como también se desliza en el error al intuir que los “disidentes del peronismo”,  tienen algo que ver con la etapa actual que el kirchnerismo está diseñando a lo largo y ancho de la Patria.

Pero así son las cosas. Ayer, el neoliberalismo logró introducirse en el movimiento surgido en octubre del ’45, a través de un hombre de su seno, Carlos Menem; hoy, reitera su accionar, y penetra el ideario del “ajuste permanente” con el lacerante sinónimo de “austeridad” en la UCR, por medio de un apellido, Alfonsín. Pero eso ya no alcanza. Al respecto, recordemos el comentario de Ricardo López Murphy (ya adelantó que votará por “Ricardito”), a los empresarios reunidos en un acto de la campaña presidencial de 2003:

“Si perdemos la batalla cultural, y se instala en la sociedad la idea de que lo que fracasó es la economía de mercado, todo lo demás está perdido.”

De eso se trata, porque “las palabras son actos”, decía Jean Paul Sartre.

Y en política, jamás se debe cambiar lo esencial, por lo transitorio.

Es, siempre, un paso más allá del límite.

* Escritor y periodista, integra el Consejo de Redacción de la Revista “Tesis 11” (www.tesis11.org.ar) y dirige el periódico “Nuevos Aires” (www.nuevosairesportal.com.ar), editado en Avellaneda.

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