"America First", un eslogan en dificultades

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Revista Tesis 11 (nº 122)

(internacional/EE.UU.)

Juan Chaneton*

La política económica interna de Trump, sedicentemente orientada a relanzar la “economía real” de su país por la senda del crecimiento y la creación de más y mejor empleo genuino, choca con una realidad en la que mandan las leyes del lucro y la ganancia, los intereses de los dueños del dinero a escala global y los conglomerados del armamento, de la informática y de los medios de comunicación.

Se acaban de conocer datos sobre la popularidad de Trump difundidos en simultáneo por la cadena ABC News de televisión y el diario The Washington Post (Poll: Trump’s approval rating drops to 36 %; www.abcnews.go.com; www.washingtonpost.com; Caroline Kenny en www.edition.cnn.com; Encuesta revela mínima aprobación al gobierno de Trump: www.telesurtv.net). Según la medición, la opinión pública estadounidense ubica al actual Presidente más abajo en la ponderación que lo que, en su hora, estuvo el que más bajo había estado hasta este momento: en los ’70, Gerald Ford obtuvo un nivel del aprobación de 39 % y ahora Trump va por detrás de esa cifra con el 36 %. Asimismo, ha subido cinco puntos en el ranking de “desaprobación”: tiene el 58 % y sólo George W. Bush estuvo por encima en este ítem en su segundo mandato (2005-2009).

Cabe preguntarse entonces por qué un hombre que no sólo prometió sino que, incluso, dio algunos pasos significativos en cuanto a “cambiar el rumbo” de los Estados Unidos -tanto en política doméstica como internacional- no ha hallado el eco que esperaba aun entre aquellos que lo votaron hace seis meses y que, supuestamente, deberían haber sido los beneficiarios primeros de sus políticas.

El mismo presidente Trump se ha apresurado a descalificar las conclusiones de aquel estudio de opinión aludiendo a la campaña mediática que ya en la previa electoral y, con su acostumbrada pertinacia -incluso durante lo que va de su gestión- ha desarrollado y está desarrollando la prensa que no le es adicta y que responde (creemos nosotros aun cuando él no lo diga), al complejo financiero-armamentístico con base y complemento en la comunidad de inteligencia y los concentrados mediáticos de Estados Unidos.

El dueño del Post se llama Jeff Bezos; es también el dueño de Amazon y de Blue Origin, empresa, esta última, dedicada a organizar viajes sub-espaciales. Se lleva mal con el Presidente, aun cuando ambos cultivan la excentricidad y el exotismo; o tal vez a causa de ello: compiten. Es posible que la medición de marras esté sesgada, como dice Trump. Pero allí está, precisamente, el punto. Nadie dice que Trump no quiera hacer lo que dice que quiere hacer. El punto reside en saber si podrá hacerlo.

El “gobierno permanente” no por casualidad es permanente. Les suele torcer el brazo a todos los que se obstinan en contradecirlo. Por caso, Obama tuvo que sortear al Departamento de Estado, a la CIA y al Pentágono para imponer su política de apertura hacia Cuba. Y si pudo salir ganancioso fue al cabo de dura lucha y porque, en definitiva, también el gobierno permanente estaba medio dividido en la cuestión: algunos miembros de ese “Estado profundo”, presionados por los lobbies empresariales interesados en no dejarse robar más negocios en Cuba, decidieron, al fin, cesar en los palos en la rueda a Obama y adoptaron, respecto de ese presidente negro y aperturista, el lema “Let it be…”, esto es, dejémoslo que vaya, en este tema, hasta donde quiera. El resultado de esta pulseada está a la vista. Muchos besos, apretones de manos, banderas al viento y cantos de vida y esperanza y votos por el buen futuro y la bienandanza… pero el bloqueo sigue. En EE.UU. el Presidente no hace lo que quiere. Y en el caso de Trump, las cosas se complican porque, a juzgar por los hechos, tampoco quiere lo que dice sino que, más bien, va por un reciclado de chapa y pintura pero sin alterar sustancialmente las variables macro de los asuntos domésticos e internacionales, mal que les pese a algunos analistas que han creído ver en el presidente estadounidense un adalid de las causas populares.

Siempre ha ocurrido que, en los fangosos e imprevisibles terrenos de la política, cuando una situación no luce demasiado clara lo mejor es atenerse a los datos concretos, a las medidas que tal o cual actor impulsa y, en última instancia y en combo con lo anterior, a la verificación de cuáles son los intereses favorecidos y cuáles los perjudicados por las políticas en cuestión. Es el método más seguro, si es que seguro existe en estos temas, para escudriñar e interpretar los íntimos vericuetos y, sobre todo, las consecuencias que tendrán las políticas del magante inmobiliario devenido Presidente de la primera potencia occidental.

Donald Trump anunció, en su momento:

a)  que las políticas económicas y financieras de sus predecesores estaban llevando a la ruina a los trabajadores y a la clase media de su país;

b)  que él sabía cómo revertir esa situación;

c)  que, en el plano internacional, al Estado Islámico (EI) y sucedáneos y sucursales terroristas había que destruirlos sin concesiones;

d)  que ese terrorismo era, en realidad, un actor no gubernamental diseñado por las gerenciaciones Bush-Clinton de su país y “plantado” en diversos territorios de Oriente Medio en función de los intereses estadounidenses identificados como tales durante esas presidencias;

e)  que la OTAN era un organismo cuya justificación y necesidad debían revisarse, empezando por actualizarle sus costos de mantenimiento a todos aquellos miembros que reclamaran ser defendidos por ese club militar;

f)   por fin y en apretada síntesis, que China era un actor mundial al que había que marcarle límites, tanto en lo económico como en lo político y militar, pues ponía en entredicho la concreción del leit motiv de su campaña y la razón de ser de su decisión de abandonar la placidez de los emprendimientos empresariales para afrontar las rispideces y descomedimientos de la política, a saber, “America First” (primero, los Estados Unidos).

En lo que sigue, abordaremos los puntos a) y b), y dejaremos los asuntos de política internacional para una segunda entrega de esta nota.

Respecto de a), decimos que, efectivamente, Trump es el emergente de una globalización occidental capitalista que destruyó, a lo largo de varias décadas, la economía real no sólo de la periferia subdesarrollada latinoamericana, africana y asiática sino que también hizo estragos en regiones enteras de Europa y en los propios Estados Unidos. Ello vino acompañado de una acusada concentración del ingreso y ambos procesos fueron hegemonizados por su único ganador claro: los bancos.

Trump salió al cruce de esta dinámica fijando una pauta macro respecto de las inversiones: éstas gozarán de incentivos en la medida en que se radiquen al interior de los EE.UU. e, inversamente, todo lo “relocalizado” en las últimas décadas deberá volver al mercado local si lo que se quiere es vender allí; de lo contrario, se alzarán, contra el ingreso del producido en esas “maquilas” radicadas en México, por caso, barreras arancelarias que rondarán el 25/35 %.

Y bien. Ford y General Motors han recogido el guante y han vuelto a su patria, pero como la patria de estas empresas es, ante todo, el dólar, se han lanzado a perfeccionar técnicas de producción que estaban en estudio y prueba pero que ya empiezan a incorporarse al proceso productivo: la robotización. Hay que decir que los indicadores de aumento del empleo que se conocieron referidos al primer mes de la gestión Trump resultaron favorables (bajó la desocupación al 4,7 % sumando 235 mil nuevos puestos de trabajo) pero comienzan a manifestarse estables. (www.economia.elpais.com).

Amazon es comercio por internet. Está perjudicando a la pequeña y mediana empresa estadounidense. Trump enfrentó a Amazon acusándola de posición monopólica. Amazon se defendió con su diario, el Post. Y no ha hecho nada distinto a lo que ya tenía planeado de antemano. Como nada distinto han hecho los gigantes que la tallan en las múltiples actividades productivas y de servicios. De modo que es riesgoso afirmar que los nuevos puestos de trabajo creados a partir de Trump se deben a Trump y a sus agresivas conminaciones. Son programas que venían de antes y que cesarán cuando a las empresas les parezca conveniente, sin que el Presidente cuente con algo más que sus bravuconadas para contraponerles. Y sin contar con que el mejoramiento de la tasa de empleo en la economía estadounidense difícilmente tendrá impacto en la estructura económica del país dado que 235 mil nuevos puestos de trabajo en un mes es una cifra que debería mantenerse igual e, incluso, aumentar constantemente porque a ella se contrapone otra cifra: 145 mil ingresantes por mes al mercado de trabajo.

El Presidente ha tentado a varias empresas para que mantengan los empleos a cambio de beneficios impositivos, pero esas mismas empresas (Carrier, por ejemplo) hicieron saber, oportunamente, que los mantendrían pero que en modo alguno renunciaban a sus programas de robotización y que, por ello, los empleos se perderían igualmente. En una economía tan grande y diversificada como la de Estados Unidos (más de 18 billones de dólares de PIB), 90.000 puestos de trabajo por mes (es el diferencial entre los nuevos puestos creados y el número de desocupados jóvenes que ingresan al mercado de trabajo) resulta una cifra que se diluye pronto sin que impacte significativamente en la estructura del empleo y de la economía. Se diría, entonces, que no hay grandes logros aquí; y que la tendencia, al cabo de seis meses, no luce demasiado favorable para el trabajador y los sectores medios del país del centro, interior y profundo, que se extiende entre costa y costa.

Otro capítulo difícil de la política doméstica estadounidense es el referido a la salud de la población. El eje sigue pasando, todavía, por el Obamacare o, mejor dicho, por los intentos de Trump por derogarlo. El martes 18 de julio, en el Senado, Susan Collins, republicana por el Estado de Maine, dijo no… y fue no. Ella lideró la oposición a los planes del Presidente. De un Presidente que, al menos formalmente, es republicano.

Los planes de Trump consisten en derogar el Obamacare y luego, como segundo paso… ver qué se puede hacer. Pero dejar sin efecto el plan de salud que ideó y puso en vigencia el ex presidente anterior implicaría, si no se lo reemplaza por algo mejor, dejar sin cobertura médica a 18 millones de personas.

En campaña, Trump supo decir que la política de Obama en materia de salud era… “comunista”. Un exceso, sin duda, que hoy está pagando, también en este acápite, con la soledad. Y a estas horas los demócratas se hallan negociando con los republicanos -y con los asesores de Trump mirando desde las gradas- algunas modificaciones al Obamacare para mejorarlo, por ejemplo en el punto referido al costo de las pólizas de seguro para los beneficiarios del plan (que son asistidos por el Estado para que puedan contratar su seguro de salud) y en lo que hace a la pretensión de las aseguradoras de cobrar con aumento la póliza si el aspirante a ingresar tiene enfermedades preexistentes o es mayor de sesenta años. Ha sido, el de la salud, otro tropiezo de la administración Trump.

Son muchas dificultades, entonces, las que encuentra este Presidente para lidiar con colegas empresarios que no creen en lágrimas ni se achican ante ceños adustos.  A ello se agregan las dudas por la sustentabilidad de un modelo que privilegia el fortalecimiento de la economía productiva en simultáneo con las garantías de buenos dividendos que brinda a los “emprendedores” del capital financiero. Ninguna de las promesas de campaña, en este acápite referido a las finanzas, ha sido cumplida por Trump. Sigue vigente la desregulación para la especulación financiera así como la normativa que garantiza el oligopolio (ley Glass-Steagall). Y el único límite que podría llevar un poco de tranquilidad al ciudadano medio (la ley Dodds-Frank, que vigila a los bancos para que no se desmadren en el negocio de los derivados) no ha podido eludir la ojeriza de Trump y sigue en su agenda de derogación de normativa supuestamente distorsiva con el argumento de que, si son controlados, los bancos encarecen el crédito a las empresas.

En síntesis, la política económica interna de Trump, sedicentemente orientada a relanzar la “economía real” de su país por la senda del crecimiento y la creación de más y mejor empleo genuino, choca con una realidad en la que mandan las leyes del lucro y la ganancia, los intereses de los dueños del dinero a escala global y los conglomerados del armamento, de la informática y de los medios de comunicación.

No cabe duda de que los bancos, los medios e, incluso, el propio Partido Republicano, estarían más cómodos si un presidente de la “escuela” Bush-Clinton hubiera sido el elegido en ese aquelarre antidemocrático llamado colegio electoral. Obama también era de esa línea. Son presidentes programados en modo Bilderberg. Pero Trump es un heteróclito en esa familia. Es un rico lanzado a la política, dimensión que le es ajena. Se parece mucho a Robert Maxwell, otro magnate pero de la prensa, no de los ladrillos. Tiene yate Trump, como Maxwell. Le gusta, también, navegar por las Canarias. Y paramos aquí con las semejanzas. Los que conozcan algo acerca de para quién se dice que trabajaba Maxwell o hayan oído algún chimento sobre la saga de su misteriosa muerte, deberán convenir con nosotros en que se trata de una comparación muy pertinente.

Pero todo esto no hace sino confirmar que las disensiones y chisporroteos que surgen todos los días entre el presidente Trump y el “gobierno permanente” no son sino la expresión de contradicciones no antagónicas en el bloque burgués de la potencia imperial. Es una crisis que se está desplegando al interior del Estado burgués norteamericano y que se podrá resolver de diversos modos que no está dado prever ni conjeturar. Lo que sí parece cierto es que nunca hay que apoyar a uno u otro de los bandos en pugna cuando la que está en pugna consigo misma es la burguesía del imperio. Con Trump, el eje anglosajón israelí suma un problema. Para Rusia y China las dificultades de su enemigo son un activo. Para nosotros, latinoamericanos, que operamos a otra escala y que tenemos que asistir, día a día, a exabruptos vomitados con mal aliento desde la Casa Blanca, acerca de Cuba, de Venezuela o de México, se trata de la continuación de una política de sobra conocida, aunque vertida por otros actores, embutidos en otros trajes. Nos resulta casi irrelevante que se peleen entre ellos.

El “gobierno permanente” es un gobierno con vocación de universalidad. No es el gobierno de una nación, es el gobierno de un imperio. Y Trump pretende gobernar una nación y que esa nación sea primera en el mundo. La retórica “America First” es un regreso a la segunda posguerra, a la posguerra de los años ’40. Es una visión de las cosas contra-histórica y, por ello, irrealizable. Esto se verá, con igual nitidez, en la política exterior de la todavía “nueva” administración estadounidense, pero se trata -como dijimos más arriba- de temas de la próxima nota en este espacio.

*Juan Chaneton, periodista, escritor, abogado, colaborador de Tesis 11.

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