70 años del asesinato de García Lorca

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Horacio Ramos*

La guitarra que no calla.

Las calles desnudan, abrumadas, contrastes angustiosos en la ciudad de guirnalda y leyenda. Casonas donde los claveles trepan por sus rejas y en las que, salpicando baldosas, sonríen aljibes medrosos como si fueran los guardianes santos de la timidez del agua. Balcones por donde el aire deambula cargado de rasgueos de guitarras y de antiguos gritos moriscos, que suben lastimando por el “cante jondo”. Aquí y allá, gélidos conventos, ingenuos y blancos como la piel de sus habitantes, tan solos. Los pregones, pequeños cantares que despiertan los naranjos y se cuelan en las ruidosas tabernas, donde la manzanilla es un sol que flamea en el fondo de un vaso. La insolente verdad, creciendo en la tarde, en mitad de la plaza, donde la muerte se pasea arrogante con capa y de muleta entre toro y hombre, como buscando un regazo para cobijarse. El sueño de la Alhambra, el Albayzín de las líricas fuentes y las apasionadas glorietas, el rumor serpenteante del Guadalquivir y ese intenso olor de alhucema y manzana. Y siempre el duende, el duende ancestral, jugueteando en el misterio de los hijos de Faraón, cuando dibujan arabescos en los tiesos tablados, borrachos de luna. Allí, en Fuente Vaqueros, provincia de Granada, nació el poeta el 5 de junio de 1898, hijo de Federico García Rodríguez y Vicenta Lorca. Ya hombre, esa comarca le reveló con hondura fascinante el “Mundo de los Gitanos”, en el que Federico edificó sobre el sentimiento del legendario romancero español sus poemas más ardientes. Con ellos, nos introdujo en ese territorio de herida abierta, lacerante, de atmósfera dramática, donde el odio y la copla se besan como enamorados. En sus romances gitanos regresa la anécdota a la poesía, al suceso que desgarra, el mismo que deslumbra y atormenta pero que también ayuda a comprender, con espasmos de claridad, el porqué de la copla, en la que aparece como un redoble oscuro, de rostro aceitunado y trágico de la gitanería.

El teatro fue para Federico una síntesis de toda su imaginería. Él sabía que en la vida se actúa y se llora, pero también se ríe, se canta y se baila. Sus personajes hablan descarnadamente. Porque supo atrapar los fantasmas contradictorios que cabalgan su tierra, esa España donde aún persistían, mezcladas, dos visiones de la vida: la mora y la cristiana. Es decir, el secreto de lo pagano y lo místico. Y en medio, la fiebre andaluza de Federico para mostrarlo. Supo decirlo: “El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre para los hombres”. Si en su poesía vive el espíritu de su pueblo, en su teatro encontramos el carácter inconfundible de España. La misma que amó hasta cuando lo escarnecía. Con sus obras, conoció el polvo de sus caminos, se implantó sangre adentro de su gente. Creó “La Barraca” y difundió a Lope de Vega, Calderón y tantos otros. Además, el equilibrio plástico de Federico que emerge de sus dibujos, su amor por la pintura, así como el nato sentido musical, reflejan en su teatro al vehículo que él más quería y nos sirve para mostrar su estatura humana, ese deseo ferviente de comunicación con los otros, sus semejantes, en permanente búsqueda del alma de los hombres.

Agosto de 1936. El poeta padecía el dolor de su patria, preveía el aciago destino que la aguardaba, agotada en rencores sordos, envuelta en combate legendario entre la luz y las tinieblas. Supo cuál era el sitio que le correspondía y, por eso, se convirtió en una de sus primeras víctimas. En la madrugada del día 19, en las afueras de Granada, en un lugar llamado “La Fuente de las Lágrimas”, una pequeña jauría de chacales, le hundió colmillos afilados en sus carnes. Pero su duende no murió, porque los poetas no mueren nunca. El mundo camina sobre sus latidos. Rafael Alberti recuerda el crimen que enlutó de repente a la arena temblorosa y los fieles olivos.

Venid los que nunca fuisteis a Granada.
Hay sangre caída, sangre que me llama.
Nunca entré en Granada.

Hay sangre caída del mejor hermano.
Sangre por los mirtos y agua de los patios.
Nunca fui a Granada.

Del mejor amigo por los arrayanes.
Sangre por el Darro, por el Genil sangre.
Nunca vi Granada.

Si altas son las torres, el valor es alto.
¡Venid por montañas, por mares y campos!
Entraré en Granada.

Y Rafael volvió a España, con noventa y seis rocíos sobre sus hombros y la blanca melena al viento, con los sueños altos, para detenerse en Puerto de Santa María, Cádiz, la hermosa “tacita de plata”. Seguramente estuvo muchas veces en la “Fuente de las Lágrimas”, donde los huesos de Federico caracolean en la tierra junto a tantos otros. Y habrán caminado del brazo y henchido sus corazones con el perfume a nardo que endulza el talante de esta España bullanguera, popular, democrática. Porque Federico sabe que las muchachas de sonrisa diáfana y los jóvenes de garbo transparente, llevan entre los labios algunas de sus canciones, pues la magia que derramó por todos los senderos, así como el aliento de su voz, son como el acorde maduro que surge de una vieja guitarra que no calló nunca, porque es imposible callarla.

Cuando uno echa la mirada atrás, hacia la muy lejana adolescencia, rescata de ella el descubrimiento asombrado de los primeros textos de Federico García Lorca. Era un tiempo en que la esperanza crecía en nosotros como si fuera la mujer soñada, para que la Utopía, dueña de nuestros desvelos, nos abrumara con su aroma de madreselva y coraje. Desde entonces, imperturbable, Federico y su palabra viven acompañando penas y alegrías, por el empecinado andarivel por el que transitan algunos triunfos y no pocas derrotas: “En estos momentos dramáticos del mundo, un artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura, para ayudar a los que buscan las azucenas.”

*Horacio Ramos, Periodista, Escritor, integra el Consejo de Redacción de Tesis 11.

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