VANIDADES, INTELECTUALES Y POLITICA

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Claudio Ponce* 

El decreto que dio origen al Instituto de Revisionismo Histórico “Dorrego” causó mucha molestia en el ámbito académico e hizo aparecer la presencia y la palabra de otro grupo con apetencias análogas. Faltó discusión política. De allí en más, hubo carencia de debate y mucha disputa por una apropiación indebida de la Verdad.

La creación por decreto del “Instituto de Revisionismo Histórico Argentino y Latinoamericano Manuel Dorrego” provocó la ira de variados miembros de los claustros universitarios. Paralelamente, quienes aceptaron participar de la nueva institución agradecieron el gesto por acceder a posibilidades de investigación sin estar sujetos a las normativas de las universidades no a los ejes temáticos tradicionales desde allí promovidos y aceptados. En realidad, tal situación parecería esconder tras un supuesto debate intelectual, una confrontación político-ideológica respecto de la hermenéutica histórica que pugna por la legitimidad del discurso y por la construcción de hegemonía.
En el ámbito de la docencia superior se dieron a conocer manifiestos firmados por profesores que, si bien pregonan ideas contrapuestas, reaccionaron corporativamente frente a la aparición de una estructura que impulsa el trabajo intelectual por “afuera” de los centros tradicionales de la enseñanza. Quienes sostienen la “objetividad” y la “seriedad profesional” en el terreno de la investigación histórica, sumados a los que se definen ligados a un marxismo casi siempre ajeno a una praxis cotidiana, cerraron filas acusando a los “revisionistas” del “Dorrego” de no “hacer ciencia”, sino solo defender el proyecto gobernante poniendo al conocimiento en “riesgo” de perder su independencia y objetividad.
Lo cierto es que los paladines de la “asepsia política” y la supuesta autonomía investigativa, no carecen de ideología. Si se recorre brevemente sus trayectorias pasadas se puede cotejar que tanto ellos como algunos de sus “ancestros” siempre apoyaron a la tradición liberal o conservadora de la Argentina. Militaron siempre contra los movimientos nacionales y populares. En tanto, los “predicadores de la revolución” se aliaron a sus “enemigos” ideológicos con el solo objetivo de defender mezquinos intereses de la corporación universitaria.
Por otra parte, la creación de un organismo paralelo para respaldar un enfoque en la interpretación de la Historia Argentina y Latinoamericana, no sorprende demasiado en el marco de un proyecto político interesado en la transformación cultural de la Argentina. Sin embargo, resulta curioso la presencia de algunos “intelectuales” en el “Dorrego” y la ausencia de otros que han vinculado estudio y militancia en defensa de los sectores subalternos de la sociedad. En todo caso, habría que estar atentos a potenciales peligros de burocratización del “Dorrego” ya que enrarece un poco la confianza en este instituto si se observa la conducta pasada y presente de algunos de sus integrantes. La falta de coherencia entre la prédica y la praxis política y el “arribismo oportunista” es lo que más resalta en la conducta de estas personalidades. Verdad es que tanto periodistas, politólogos o profesionales en las más diversas especialidades reconvertidos en historiadores, pueden ser eximios investigadores, como también cierto es que pueden trabajar en función de un “mercado de ocasión” y aprovechar los vientos de cambio para el enriquecimiento personal.
En ambos sectores, tanto en la “Academia” coma en el “Dorrego”, sus integrantes intentan mostrar títulos y antecedentes que hacen de ellos “intelectuales” como si este calificativo los convirtiera en seres superiores al resto de los mortales. ¿Qué significa ser un intelectual? ¿En qué consiste su tarea?
Si se entiende la práctica intelectual como un trabajo y se indaga respecto al origen de este “oficio”, debemos retrotraernos al Siglo XII en el occidente europeo. La ruptura que significó el cambio iniciado en el Siglo XI en el mismo contexto, implicó la crisis de todo lo sustentado en la Alta Edad Media e hizo aparecer nuevamente a las ciudades como centros importantes de la vida humana. Como sostiene Jacques Le Goff, brillante medievalista del viejo mundo, la aparición de los intelectuales estuvo ligada al renacimiento de las ciudades y al crecimiento de la burguesía. Es así como aquellos que resultaron inútiles para los trabajos manuales y pertenecían a familias relativamente acomodadas, pudieron dedicar tiempo de su vida al estudio. Según Le Goff, el trabajo de estos hombres se consolidó en el Siglo XIII con la aparición de las corporaciones. Como todo oficio debía tener su gremio que defendiera la actividad, las corporaciones que aparecieron en defensa del trabajo intelectual fueron las universidades (1). Desde entonces hubo quienes pusieron sus conocimientos al servicio de la enseñanza colectiva y quienes se convirtieron en “siervos” de los poderosos para justificar sus conductas opresoras. El trabajo intelectual no es más que eso, un trabajo. Una tarea que supone un compromiso con la enseñanza para mejorar la convivencia social. A quienes ejercen esta labor la misma no los hace diferentes, no los convierte en “gente más apta” como así tampoco los aleja del error que puedan cometer como resultado de la ignorancia en áreas ajenas a sus especialidades. El peor pecado de un educador es predicar de pedestales inalcanzables para los sectores mayoritarios de la sociedad.
Las universidades cumplen un rol importante y central en la educación de una Nación. Ahora bien, esto no debe impugnar la aparición de otras instituciones que puedan colaborar con la formación académica desde otro lugar. En la cuestión que nos ocupa debería existir una alta cuota de tolerancia y respeto de los docentes universitarios como así también de los miembros del “Dorrego”. Cuando el debate es político o ideológico, no debería ocultarse tras la descalificación del “otro” argumentando mayor o menor “rigor científico” en las argumentaciones, por el contrario lo leal sería confrontar con libertad de expresión y claridad en la demostración de los intereses que se defienden.
Quizás las universidades deberían ser  más inclusivas y más formadoras de una conciencia nacional y popular. Parafraseando a Arturo Jauretche, con mayor orgullo por el ser nacional argentino que por la profesión intelectual. Por otra parte, tal vez el “Dorrego” debería haber nacido “desde abajo” y no decretado desde las alturas del poder. El ejemplo más significativo que muestra ese voluntarismo comunitario por la construcción del conocimiento y el compromiso intelectual sería el Instituto Felipe Varela que preside el profesor Norberto Galasso. Este Centro Cultural apoya, desde un trabajo humilde y muchas veces desconocido, al mismo proyecto político e ideológico que hipotéticamente defienden los integrantes del “Dorrego”.
La tarea fundamental del “intelectual” es enseñar, educar y denunciar la injusticia. El “Intelectual Faro” del que nos ilustraba Jean Paul Sartre vuelve a tener vigencia, los tiempos que vivimos requieren de su compromiso.
(1) Le Goff, Jacques. Los Intelectuales de la Edad Media. Barcelona, Gedisa, 2006.

*Claudio Esteban Ponce, Profesor, Licenciado en Historia, Docente de Enseñanza Media y Superior

 

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