¿Hacia dónde va la política social en la región? Los caminos alternativos de Argentina y Brasil.

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RUBÉN M. LO VUOLO *

«que toda casa es un candelabro
donde las vidas de los hombres arden
como velas aisladas»
(Jorge Luis Borges, Calle desconocida)

En las sociedades modernas siempre se han confundido
las funciones económica y social del trabajo. Diversas
corrientes de pensamiento han instalado
como dogma el siguiente postulado: las actividades
humanas (y las personas) se valoran considerando
principalmente el precio que el mercado paga por el
empleo de su fuerza de trabajo. De aquí se sigue que
la responsabilidad de las personas para con la sociedad
es primariamente instrumental, eso es: colocar
su capacidad de trabajo al servicio de la economía.
Esta «obligación» implica que si no se realizan suficientes
esfuerzos para emplearse en el mercado y
para adquirir las capacidades que el mismo exige, sobreviene
un conjunto de «sanciones sociales»; principalmente,
no recibir un ingreso ni beneficios del sistema
de protección social.
Lo anterior se complementa con otro dogma:
existiría una suerte de individualismo productivo, entendido
como un lazo directo entre el trabajo de las
personas, aplicado en el empleo, y la creación de riqueza.
Complementariamente, se distingue entre el
trabajo considerado «productivo» y el «improductivo
». Para esta distinción, no se tiene en cuenta lo
que la persona puede hacer (sus capacidades
creativas), sino el tipo de actividad donde aplica su
trabajo y el tipo de capital que la contrata.
De esto se derivan varias conclusiones: 1) el
que decide cuál trabajo es productivo y cuál no es el
capital que lo contrata; 2) el trabajador no debería
capacitarse en «cualquier cosa» ni elegir libremente
«cualquier empleo» sino aquél que el capital define
como productivo; 3) el desempleo tiene un fuerte
componente «voluntario», ya sea porque los
desempleados no aceptan las condiciones que ofrece
el capital o porque no hicieron los suficientes esfuerzos
para calificarse en los términos que el capital
exige. De este modo, los desempleados son culpables
de su falta de «empleabilidad», por lo que la
culpa del desempleo se individualiza.
Estas valoraciones han sido cruciales para el
desarrollo de los sistemas de protección social en
América latina, donde se acostumbra a distinguir entre
aquellas políticas de «seguro» o «seguridad» social
y las de «asistencia social». El seguro social se dirige
a los empleados formales que, supuestamente,
son los que hacen esfuerzos para estar empleados,
pagan aportes en dinero y así «merecen» beneficios
sociales a cambio. Las políticas de asistencia social
«focalizan» al resto, quienes supuestamente no se
esforzarían lo suficiente y no tienen un empleo formal,
no hacen aportes y así no tendrían «derecho» a
acceder a los beneficios sociales. En este caso, no
son las personas las que tienen derecho a los beneficios,
sino que es el poder (político o de otro tipo) el
que decide asistirlos.
Los sistemas tradicionales de políticas sociales
en el Cono Sur de América latina, y en menor medida
Brasil, se construyeron bajo el supuesto que la
mayoría de los trabajadores podía tener cobertura
del seguro social (previsión social, seguros de salud,
asignaciones familiares). Menor desarrollo tuvieron
el seguro de desempleo y las políticas asistenciales,
como reflejo de la visión optimista que prevalecía sobre
el mercado de empleo.
Este optimismo nunca tuvo asidero y mucho
menos lo tiene ahora. En la década del noventa, el desempleo abierto en América latina se ubicó en
promedio en torno del 9%, con tendencias
marcadamente crecientes. El nuevo siglo encuentra a
países como Argentina con tasas de 20%; a Uruguay,
Colombia y Venezuela con tasas de más de 16%. Al
mismo tiempo: 1) cayó la participación del empleo
público en el total de empleo (en promedio, los gobiernos
no contribuyeron a la generación de empleos);
2) se observa una «tercerización» del empleo,
tanto por lo anterior como por la caída de los ocupados
en las manufacturas y el paralelo aumento en
servicios de baja productividad; 3) dos tercios del
empleo creado fue informal, incluyendo a los «microemprendimientos
», con contratos laborales muy
inestables sin coberturas de seguros sociales y mayor
cantidad de horas trabajadas. La precariedad de las
relaciones laborales, tanto en hombres como en mujeres,
aumentó pese al incremento del empleo «asalariado
» por la expansión de los contratos inestables
y sin registro.
Actualmente, los empleados formales no representan
la normalidad del mercado de empleo de
la región. No se trata sólo del desempleo, sino del
aumento de los «empleados pobres». En la región
cada vez se ensancha más una «zona de vulnerabilidad
social» dentro de la cual se transita de forma intermitente
entre situaciones de desempleo total y de
empleo precario. Estas penurias sólo excepcionalmente
pueden atribuirse al propio trabajador que no
únicamente está dispuesto a trabajar sino que, cuando
encuentra empleo, lo hace en tareas de menor
calificación que las adquiridas en el sistema educativo.
El problema está en el modo de organización
de la economía y la sociedad que oculta una perversa
tendencia hacia la igualdad. ¿Por qué? Porque en
lugar de tener a los más favorecidos como referencia,
la igualdad es «hacia abajo»: no sería el problema
el empleo precario, sino que se presenta a los
trabajadores mejor posicionados como «privilegiados
». Paradoja: una de las críticas (fundadas) al sistema
socialista es que iguala para abajo. El capitalismo
latinoamericano está logrando el mismo resultado.
Las contradicciones entre el mercado
y los valores sociales
Pese a estos cambios en las estructuras «objetivas»
de la economía y del mercado de empleo, no se modificaron
las valoraciones «subjetivas» del individualismo
productivo ni la individualización de la culpa
por el desempleo. Aún cuando no hay empleo ni en
cantidad ni en calidad, el orden social sigue asentado
sobre la escala de valores definida por los «méritos
» atribuidos a las personas en función de su puesto
de empleo.
Esta contradictoria (¿y perversa?) combinación
entre las estructuras objetivas del mercado de
empleo y las valoraciones sociales subjetivas, pretende
ocultarse con la reversión de ciertos postulados
propios del «valor del trabajo»: ya no sería el trabajo
el que crea riqueza sino que sería la riqueza la que
crea trabajo. La virtud de las personas hoy se pondera
por su capacidad para «soportar» las exigencias
que el «nuevo orden económico» carga sobre sus espaldas.
De este modo, no sólo que al desempleado se
lo iguala con el «pobre», sino que se lo grava con la
mochila de la «falta de previsión» y de no ser «emprendedor
». Así es común distinguir entre los pobres
«buenos» que aceptan reeducarse e intentar «salir
adelante por sus propios medios» (por ejemplo,
aceptando las políticas oficiales de microemprendimientos
productivos) y los «malos» que
protestan. De este modo se perfeccionan técnicas de
administración de los grupos vulnerables («gerencia
social»), por lo cual más que una preocupación por
erradicar la pobreza, el esfuerzo está en la «gestión»
de los grupos de «riesgo»; esto es, de los que ponen
en riesgo el funcionamiento de la parte sana de la
organización económica, política y social.
Muchas evidencias desafían estas percepciones.
Por ejemplo, Argentina escaló en sus niveles de
pobreza junto con el lanzamiento de un programa
de empleo masivo como el programa de Jefes y Jefas
de Hogar Desocupados. Brasil, por su parte, viene registrado
tasas de desempleo mucho más bajas que
otros países de la región pero sigue estando entre
los registros de más alta pobreza y distribución regresiva
del ingreso. Sintomáticamente cada uno de
los países parece estar ensayando caminos alternativos
frente a esos problemas cuyo análisis sirve para
reflexionar sobre estas urgentes demandas.
El programa de Jefes y Jefas
de Hogar Desocupados en la Argentina
El pensamiento ortodoxo y los organismos internacionales
con fondos para su promoción defienden
los llamados programas de workfare. El término se
refiere a aquellas políticas que en lugar de poner el
acento en los «incentivos» y «derechos» al empleo, lo
colocan en la «obligación» de emplearse como condición
para recibir un subsidio. Para no «distorsionar
» el normal funcionamiento del mercado de empleo,
el nivel del pago se fija bien por debajo del salario
de mercado y las condiciones de empleo son
inestables y sin los beneficios sociales del trabajo formal.
Argentina multiplicó estos programas en los
años noventa y lanzó a comienzos de 2002, con apoyo
del Banco Mundial, uno de los programas más
masivos en la experiencia comparada: el Programa
Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJyJHD). Este
programa otorga un beneficio monetario uniforme a
los que (hasta una determinada fecha) se registraron
como desocupados, jefes de hogar y con menores a
cargo. A cambio, se exigiría una contraprestación laboral.
Los resultados hasta aquí no parecen muy
alentadores. Quedan excluidas de los beneficios muchas
personas con necesidades similares que los seleccionados
y los que no se inscribieron antes de la
fecha límite. Aunque se presenta como un beneficio
familiar, el PJyJHD paga un monto igual (equivalente
a cerca de 20% de la línea de pobreza familiar), sinconsiderar el número de miembros del hogar. Tampoco
tiene adecuado registro de los eventuales ingresos
del grupo familiar y al mismo tiempo interfiere
en la libre organización familiar al exigir que la
persona sea jefe o jefa de hogar.
También son cuestionables sus efectos en el
mercado laboral. El programa atrae a personas inactivas
que se declaran como desempleadas sólo porque
de esa forma obtienen el beneficio. Como esta
incorporación es precaria se pone una referencia de
baja calidad al mercado de empleo. Los problemas
aumentan con la práctica de usar al PJyJHD como
subsidio al empleo privado porque genera mayores
inequidades hacia otros desocupados que no tienen
beneficios y perversos efectos de «sustitución» de
trabajadores regulares por otros más baratos que reciben
beneficios. Su vinculación con microemprendimientos,
además de las dudas sobre la potencialidad
de su desarrollo, también alimenta la
precariedad laboral.
A lo anterior se suma la discrecionalidad en la
distribución de beneficios, reflejada en las constantes
denuncias de «fraudes» y «uso político» asimilado
a la red de intermediarios que se alimentan de sus
recursos. El efecto más claro del programa es actuar
como mecanismo de fragmentación, control y
clientelismo. Por este camino, en los hechos se consolida
la exclusión social, la segmentación laboral y
la división de una sociedad que cada vez más funciona
con enclaves y castas sociales organizadas
jerárquicamente.
Una renta básica de ciudadanía
para todos los brasileños
Brasil parece estar intentando un camino diferente.
En enero de 2004 se sancionó una ley que instituye,
a partir de 2005, una «renta básica de ciudadanía».
Se trataría de un ingreso básico incondicional, que se
pagaría mensualmente y al cual tendrían derecho todos
los brasileños residentes y los extranjeros con
una residencia en el país mayor de cinco años. El
pago del beneficio monetario es independiente de la
condición socioeconómica. El monto aún no está establecido
y será fijado en un valor igual para todas
las personas.
La implementación será por etapas comenzando
por los grupos de mayor carencia hasta cubrir a
toda la población, independientemente de su nivel
de ingreso. El objetivo declarado es que en el momento
en que la renta básica de ciudadanía se encuentre
funcionando a pleno, se haya logrado integrar
los esquemas vigentes de ayuda social con el sistema
de seguro social y el sistema del impuesto sobre
la renta.
Este camino se inició al instituirse el programa
Bolsa Familia, resultado de la convergencia y unificación
de los programas Bolsa Escola, Vale Gas y Bolsa
Alimentação, y que exige como condición para recibir
el beneficio que cada familia mantenga al día la
vacunación y compruebe la asistencia escolar de sus
niños, e inclusive que participe de cursos de alfabetización
y orientación nutricional.
Brasil parece avanzar así en otra dirección que
la Argentina. Esto es, hacia la incondicionalidad y la
universalidad en los beneficios que distribuyen ingresos,
al tiempo que desengancha su percepción de la
situación de empleo de las personas.
La vigencia de un dilema clásico
Una organización social se cae cuando no puede
cumplir con los principios y valores que la sustentan.
Hoy nuestras sociedades no pueden sostener un orden
social basado en la relación de empleo y que
distribuye derechos en base a la misma.
La evidencia muestra que el empleo debería
ser un derecho en sí mismo y que no puede considerarse
un problema a atender por políticas
asistenciales sino que es motivo de políticas económicas
adecuadas. Los derechos sociales, por su parte,
no pueden depender de la relación de empleo,
sino que deberían ser universales y lo más incondicionales
que sea posible.
Esto implica dejar de culpabilizar a los
desempleados o empleados precarios de su situación,
que no es elegida sino impuesta forzosamente
por el orden económico y social elegido desde el poder.
Llamativamente, en nuestras sociedades tiene
prestigio el ocio parasitario de unos pocos premiados
con la renta que otorga la riqueza acumulada,
mientras que se desprecia a los que se ven obligados
a no trabajar en empleos remunerados porque el
mercado los expulsa.
Cambiar este orden injusto e ineficiente requiere
de una nueva matriz de distribución de riqueza
que haga práctica la idea de la «división social del
trabajo» y que valore múltiples actividades que el
mercado hoy no ocupa, pero donde las personas
pueden aportar todo su potencial creativo y social.
Para ello, es imprescindible cambiar el régimen
económico que hoy genera estos resultados,
pero también el ambiente cultural y el político que le
da consistencia y legitimidad. Se trata de dejar de
valorar a las personas conforme a los dictados del
capital en el mercado de empleo y, al mismo tiempo,
de valorar al capital según su capacidad para aportar
empleos y riquezas para que las personas puedan
desarrollar sus expectativas de vida de forma
igualitaria.
Un dilema clásico. Y como todo dilema clásico,
de enorme vigencia actual.
Buenos Aires, abril de 2004

* Director Académico e Investigador Principal
del Centro Interdisciplinario para el Estudio de
Políticas Públicas (Ciepp), Buenos Aires,
Argentina.

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