En las puertas de un nuevo ciclo histórico.

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GERARDO CODINA*

La democracia política se ha consolidado como el sistema de gobierno en nuestra sociedad. El país ha recorrido durante su historia un prolongado proceso de afirmación y ampliación de la democracia, en el que cada avance a sido muy difícil, pero nunca se afianzaron retrocesos duraderos.


Con la asunción de Cristina Fernández como Presidenta el pasado 10 de diciembre, se batió un récord
institucional en Argentina: por primera vez en nuestra historia hemos tenido veinticuatro años continuados
de gobiernos surgidos del voto popular. Cinco presidentes electos se sucedieron en este tiempo, aunque con un interludio, producto de la grave crisis de fines del 2001.
De la Rúa, que había accedido a la Presidencia en 1999, no pudo continuar su mandato por el repudio popular masivo a las políticas económicas que implementó.
A él lo sucedió una apresurada lista de mandatarios ungidos provisionalmente por el Poder Legislativo.
Esa breve etapa abrió paso a la restauración democrática en la que resultó electo Néstor Kirchner en 2003.
Para apreciar la significación de estos veinticuatro años, vale la pena recordar que la democracia política en el sentido actual del término ha sido un fenómeno raro. Si bien en Argentina nunca hubo restricciones legales para el ejercicio ciudadano del derecho a elegir representantes y formar gobiernos, el voto popular no era libre en la realidad.

En nuestro primer siglo de vida independiente, al no ser el voto ni secreto ni obligatorio, el poder oligárquico apoyado en las instancias coercitivas del naciente estado –Juzgados de Paz, Comisarías, el Ejército Nacional—, condicionaba mediante el terror deliberado y la represión selectiva la expresión de la opinión popular en las urnas, cuando no la fraguaba directamente.
La chusma estaba para ser conducidacompulsivamente, en beneficio de los intereses de las minorías gobernantes y de su proyecto de país. El Martín Fierro ilustra cabalmente esta práctica de la relación de subordinación coercitiva entre la autoridad y la figura del gaucho, más tarde exaltado como arquetipo de la nacionalidad.

Esto ocurría no obstante que, en principio, el voto fue un derecho de todos los nacidos en el país, sin que el nivel de instrucción, ni la raza, ni la condición de propietario lo sesgaran nunca formalmente desde la Revolución de Mayo, aunque fuera reservado a los varones mayores de edad. Más allá de los obstáculos, a lo largo de nuestra historia se observa un proceso de afianzamiento paulatino de la democracia política, marcado por sucesivas ampliaciones del ejercicio de la soberanía popular.
A fines del siglo XIX y principios del XX, la creciente rebelión de los sectores subalternos contra ese régimen corrupto que amañaba la voluntad de las mayorías, expresada en la serie de insurrecciones armadas protagonizadas por lo que luego fue el primer partido popular argentino, la Unión Cívica, le arrancó en 1912 una concesión clave al poder oligárquico: el voto obligatorio y secreto. Esa conquista abrió paso a los primeros gobiernos nacionales surgidos de la voluntad popular.

Así, en 1916 asumió Hipólito Yrigoyen su primera Presidencia. Pero la oligarquía soportó apenas 14 años los efectos de la novedad. Ya en 1930 decidieron abandonar sustancialmente las formalidades institucionales de la democracia e iniciaron un largo ciclo de gobiernos militares ungidos por la fuerza; ciclo que duró más de cincuenta años y que sólo tuvo dos interrupciones significativas en 1946 y 1973. En la primera de ellas hubo en funciones por nueve años un gobierno surgido del voto popular. En la segunda, el plazo se acortó aún más: sólo transcurrieron tres años entre las elecciones y el golpe de estado del 76.
En total, hasta el 83 tuvimos solo veintiséis años de nuestra vida nacional con gobiernos electos con la
participación libre de todo el pueblo.

Sin embargo, en ese largo período de intervenciones militares en la vida política del país que se abrió en 1930, con sus reiterados avances y retrocesos institucionales expresivos de la tensión estratégica que dominaba la vida nacional, el voto nunca volvió a ser público ni perdió su obligatoriedad en cada ocasión que se organizó una elección. Más aún, apenas el ejercicio del voto popular retornó en su plenitud, durante el primer gobierno peronista, la democracia política se amplió hasta sus fronteras actuales, incorporando a las mujeres mayores de edad al ejercicio ciudadano del derecho a elegir y ser elegidas.
Esa fue luego una nueva frontera de la que no se volvió a retroceder.
Esta condición de nuevo piso civilizatorio se verifica hasta en el hecho de que la intervención política de la oligarquía a través de las Fuerzas Armadas nunca abjuró del todo de las vestiduras democráticas.

Así la organización de elecciones fraudulentas fue la marca que distinguió a la década del treinta, llamada por eso «infame». En tanto que entre el 55 y el 73 se eligieron «democráticamente» los presidentes Frondizi e Illia, aunque en ese lapso estaba proscripta la expresión política mayoritaria.
La restauración democrática El retiro de la dictadura militar luego de la derrota sufrida en Malvinas, abrió paso a una larga transición hacia la recuperación plena de la vida democrática; transición que culminó en el 2002. En el 82 tuvo lugar un retraimiento ordenado y pactado, que preservaba el control del aparato militar fuera del poder democrático, al tiempo que la oligarquía iniciaba el proceso de cooptación ideológica de la
dirigencia de los partidos políticos populares, hasta que resignaron su función de articular los intereses de las mayorías para expresarlos en el ejercicio del gobierno.
Se vació de sentido a las instituciones de la democracia, carcomiéndolas desde dentro.
Sin embargo, este desencuentro entre las mayorías y sus organizaciones políticas, expresado claramente en la consigna de diciembre de 2001 –»que se vayan todos»—no significó un repudio de la democracia ni una aceptación de la violencia como vía de construcción de autoridad política.

En efecto, fue luego de los asesinatos de Kostecki y Santillán en Avellaneda que se evidenció que la sociedad argentina no soportaba otra forma de legitimación de un poder político, que la libre expresión política del pueblo.
Entra tanto, en los veinte años transcurridos desde el 83, se había erosionado la capacidad de la intervención autoritaria en la vida política nacional. El ejercicio de la fuerza ya no tenía consenso para
restablecer el orden público. De este modo, por primera vez en nuestra historia y pese a la enorme gravedad
de la crisis política, económica y social por la que atravesamos, se afianzó el proceso electoral democrático
como única forma legítima de resolver la conformación de un gobierno.

Esto sucedió paradójicamente pese a que, como decíamos, en gran medida la crisis del 2001 fue el resultado de la pérdida de confianza popular en la política y en el sistema de partidos políticos, producto del desencuentro entre las acciones de los gobiernos democráticos y los intereses de las mayorías.
Así, sin partidos pero con elecciones, se preservó la vida democrática y se comenzó a transitar la nueva
etapa de su restauración.
La erosión progresiva del partido militar como herramienta de los intereses oligárquicos fue el principal
resultado de la lucha por la sanción de los crímenes del terrorismo de estado y trasladó la disputa por la hegemonía plenamente al campo de la política.
El gobierno de Kirchner avanzó en este terreno, en dirección de completar lo iniciado por el movimiento
de derechos humanos. La reconfiguración del sistema de partidos políticos que está en curso es así una consecuencia inevitable de ese nuevo límite impuesto poder oligárquico.

La agenda de la democracia. Los años transcurridos desde el 83 revelan, también algunas líneas directrices por las que siempre transitaron las expresiones políticas de las mayorías y algunas ausencias que urge resolver. En principio, como decíamos, la misma superación de la crisis del 2001-2002 fue el resultado de la concertación democrática, más allá de que no haya asumido otra forma institucional que el Diálogo Argentino o los acuerdos parlamentarios. No hubo espacio para un gobierno surgido del ejercicio de la fuerza.
También en democracia hemos superado nuestros conflictos limítrofes de manera pacífica y emprendido el camino de la integración regional.
Esto ha generado las condiciones objetivas para delinear un nuevo rol de las Fuerzas Armadas, opuesto al de fuerza de ocupación del propio país, al tiempo que el poder político se enajenaba a la tutela ideológica
del aparato militar.

La idea de la ciudadanía política asociada al ejercicio pleno de todos los derechos humanos, es también una construcción colectiva de estos años, amenazada todavía lamentablemente por la enorme exclusión social. Sin embargo ha faltado, en gran medida gracias a la acción ideológica de la oligarquía, una idea concertada sobre cómo construir una nación moderna y desarrollada, de las que todos sus habitantes sean de hecho integrantes plenos. Frente a esa gran oportunidad estamos si las fuerzas populares actúan a tiempo, porque la legitimidad democrática depende de la inclusión social. Si se resolviese, estaríamos adentrándonos en un nuevo ciclo histórico, en el que la afirmación de los derechos humanos y del desarrollo nacional estaría plenamente integrada al ejercicio de la soberanía popular.

Por LIC. GERARDO CODINA

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