El femicidio de Micaela: La cautiva

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Por María Pía López

Necesitamos una vocación de sospecha, capaz de interrogar hasta dónde llega la cadena de complicidades, no para reclamar castigos por el femicidio de Micaela sino para entender cómo funciona el pacto patriarcal, dice María Pia López. Quién auxilió a Wagner, quién mintió, quién escondió, quién dijo que ya estaba todo bien con el sujeto y otras cosas que tienen implícita la idea de que al final una violación no es para tanto. Porque el patriarcado es una lógica de interpretaciones, una grilla para conceptualizar y sacar provecho a la muerte.


Hay un asesino, muchos responsables y un vasto abanico de oportunistas, bichos carroñeros que se arrojan sobre el cuerpo ahí dispuesto, para sacar su magra o promisoria porción. La empresa de disciplinamiento machista los articula. Genera consensos, agudiza inventivas. Busca coartadas, ayuda a la fuga del asesino, oculta datos, desconoce informes y pericias, ante la duda exculpa, ante la duda nos culpa. Inquiere por las libertades de las chicas, las cuestiona, nos llama al silencio y a las paredes seguras del hogar. Nos recuerda que la calle es un peligro y nosotras las débiles. Hay un asesino, pero su mano escribe la sentencia de la kafkiana máquina del patriarcado. Allí se traman las voluntades, los guiños, las palmaditas en la espalda, el chiste contra las minas. El patriarcado es también una lógica de interpretaciones, una grilla que permite conceptualizar y entender. También, sacar provecho de la muerte.

La cuenta de mujeres asesinadas crece. El gobierno hace pantomimas para simular su verdadero no hacer. La cuenta aumenta y están las que reciben el castigo en el interior de sus casas, muertas en manos de parejas o ex parejas, de padres o padrastros, y las muchachas atacadas en las calles, a la salida de los boliches, en falsas citas, en trabajos inexistentes, en el enredo de las redes que permiten simular identidades, en las noches y en los días. La serie crece y mientras crece, escuchamos un coro gritar ¡ustedes siempre con lo mismo, los varones también sufrimos violencia!, o murmurar “no tendrían que andar solas por la calle a esa hora”, o despacharse sin tapujos o taparse un poco la boca para tirar sospechas. Cada víctima es reinterpretada para aumentar la condena a las libertades de todas. Para decir que está mal matar pero que por algo habrá sido y que más que ser hay que parecer, entonces para no caer hay que esquivar toda situación de autonomía: ni decirle que no al esposo o amante que reclama continuidad o servicio, ni andar por ahí viviendo la propia vida, habitando el propio deseo. La interpretación de los asesinatos dominante en el discurso público -el que surge de los medios de comunicación pero también de los expedientes judiciales y de la discusión política- tiene un sesgo machista.

En este país, un tópico fundamental fue el de la cautiva. De la literatura y la pintura, pero en especial de la construcción de un discurso de legitimación de la ofensiva contra los indios y la apropiación de las tierras que estaban en sus manos. El lamento por el destino de la mujer secuestrada entre los salvajes, sometida a sus deseos sexuales y a la servidumbre, no sólo obviaba el hecho colonial inicial -la conquista llevada adelante por viajeros varones que veían en las mujeres indias piezas de caza- sino que defendía más el derecho de los hombres blancos a la propiedad -de mujeres, animales y cosas- que la libertad de las cautivas de hacer lo que quisieran. Motivo del héroe y también artilugio para el pacto: ahí, nuestro entrañable Martín Fierro, que encuentra en la defensa de la dama violentada el motivo para retornar al orden que había abandonado por injusto. Entonces, cercar las tierras, aniquilar al indio, incorporarse al mercado mundial, todo en nombre de la cautiva liberada.

La misma operación se arroja sobre las víctimas de femicidio. El caso de Micaela es emblemático. Desata el entusiasmo punitivista, el reclamo de penas perpetuas, condenas de muerte, castraciones rápidas. Que se desate como indignación social, es una cosa. Pero es distinto cuando atraviesa los discursos políticos, que deben exigirse a sí mismos una responsabilidad mayor y que, sin embargo, manotean rápidamente los restos para abonar embates contra los modos democráticos de pensar la seguridad y la punición -condenados con la expresión de garantismo, que ya en sí misma es un linchamiento -, para reclamar más libertades para las fuerzas de seguridad y justificar los modos cada vez más represivos de tratar la cuestión social. Como la cautiva de antaño, las víctimas son puestas en primer plano para ser usadas, para ser deglutidas en un esquema de poder que se pregunta menos por la prevención y el cuidado de la vida que por las garantías dadas a un mercado que se despliega amontonando cuerpos desechados.

Los padres de Micaela lo percibieron e intentaron contraponer otra interpretación surgida del amor dolido, del respeto a las creencias y a las prácticas militantes de su hija. Dijeron no al linchamiento, que actúe la justicia y que pensemos en una sociedad justa. A sabiendas de que el castigo sobre el asesino no basta para fundar una trama comunitaria que evite que las pibas sean asesinadas. El castigo es necesario pero a la vez no previene. Se demostró hasta el hartazgo que más penas no disuaden, que hay femicidas que matan y se suicidan y otros que vuelven a asesinar estando presos. Que combatir el horror requiere una modificación mucho más profunda de los lazos sociales; que implica repensar, también, qué es la vida de los varones, qué patrones normativos se les proponen, qué pasa con la salud mental, y qué hacer con un sistema carcelario que funciona menos para permitir una bifurcación en las vidas castigadas que para tomar esos cuerpos como objeto de un ejercicio de crueldad.

Implica preguntarse por los cuerpos, los deseos y las libertades. Se intentó en años anteriores, imaginando lenguajes y pedagogías, educación con perspectiva de género e intervenciones culturales y mediáticas, leyes como las de matrimonio igualitario y equidad de género. Intentos que indicaban hacia dónde ir, en un contexto de viejas rutinas y conservadurismos varios que ahora encuentran la revancha cuando ante cada muerta nos dicen: “vieron adónde llevaban las libertades”, o “¿no eran ustedes las garantistas?”.

Los padres de Micaela intentaron sustraer el cuerpo de su hija de esa operación carroñera de constituirla en argumento de legitimación de nuevos modos de opresión o del endurecimiento de una lógica de negocios que requiere más rejas, más palos, más represión. Y que no prevé frente al femicidio otra cosa que encerrar al victimario.

Evitar esa simplificación -más cárcel como respuesta al crecimiento de los crímenes- no exime al juez Rossi de su ominosa responsabilidad. Permitió una libertad desaconsejada y no se privó, en la argumentación de su decisión, de sostener que los peritos parecían esperar que el violador siguiera penando su arrepentimiento, sumido en la congoja por lo hecho, “mediante reflexiones y reflexiones, para que se pueda hacer cargo de sus actos”. El equipo de expertos había dicho: no alcanza “un análisis profundo y sentido respecto de los actos reprobables que cometió” ni reconoce la “libertad sexual de terceros”. ¿Cómo no imaginar que a ese juez eso no le pareciera relevante, si total se trata del derecho de otras a decir que no y si en el fondo, como cree algún músico en voz alta y muchos en el corrillo de vestuario, bares y cofradías, a ellas les gusta aunque digan que no? Quizás lo del juez sea mero humanismo, pero hay algo a sospechar en ese desdén respecto de la consideración del desconocimiento de la libertad sexual ajena. No percibir que eso constituye al violador como tal y que ahí es donde el encarcelamiento cumple una única función razonable: cuidar que no vuelva a actuar del mismo modo.

Sobre la conciencia del juez pesa una muerta, pero no es con el linchamiento del juez en tanto dadivoso eximidor de penas que podemos dar cuenta de lo que sucede. Más bien: hay que entender qué comparten el juez que desconoce ese argumento y el periodista que afirma, suelto de cuerpo, que esa chica no tendría que salir del boliche sola a las cinco de la mañana (el implícito: si no quiere ser violada), o el fiscal que registra el shorcito que llevaba puesto y el diario de mayor circulación del país que cuenta que Micaela había sido infiel a su novio, qué une al asesino que toma literalmente -al pie de la letra- el mandato del machismo y todos los que lo cultivan en las dosis aceptadas de la convivencia social. Que cuando ocurre el crimen sí se rasgan las vestiduras y salen en altavoz a pedir penas y castigos y a señalar responsables, precisamente porque quieren borrar la cercanía que tienen con el  femicida, con aquel que se toma demasiado en serio lo que ellos apenas insinúan. Que se muestran horrorizados con lo que pasa, mientras despliegan un armazón discursivo que legitima que una mujer lesbiana que se defendió de la agresión a golpes de una patota de diez varones que amenazaron violarla y en esa defensa mató a uno de los agresores, esté presa. Higui es la contracara de Micaela. Víctimas de la acción y la omisión de una justicia que funciona reproduciendo y aceitando el régimen patriarcal, porque interpreta todos los signos del crimen en la decodificación machista.

¿Cómo construir una interpretación feminista? Una lectura que señale las preguntas que la lógica de la apropiación legitimadora suprime y que la solución rápida del encierro posterga. Una vocación de sospecha, capaz de interrogar hasta dónde llega la cadena de complicidades, no para reclamar castigos sino para entender cómo funciona el pacto -quién auxilió a Wagner, quién mintió, quién escondió, quién dijo que ya estaba todo bien con el sujeto- que tiene como implícita la idea de que finalmente una violación no es para tanto. Una interpretación sensible, dolida y a la vez capaz de entender esa fuerza para contraponerle otra fuerza, fundadora, libertaria, amorosa.   Las discusiones siempre presentes ante un femicidio se ahondaron por la dramática contraposición entre las figuras: un convicto que no debía estar libre, una muchacha que hacía de su libertad un compromiso y que no dejaba de buscar vidas más vivibles para todos. La serie de fotos de Micaela que inundan nuestras pantallas y retinas, que hacen que nuestros ojos estén más lluviosos que los días que pasamos, se constituyen como exposición de una vitalidad militante, prototipo del activismo juvenil y de la decisión de fundar un mundo en el que quepan los más débiles y las más alegres. Esta vez, un asesino dio en el corazón del feminismo. Capturó su pieza entre nosotras, en la ignorancia fatal de un personaje de tragedia griega. Como nunca, el patriarcado escribió por su mano una condena sobre una piba que militaba. Con la ceguera de las grandes maquinarias. Con la impiedad de los acontecimientos sin dueño. Por eso, si hay algo de justicia en juego, también debe ser una justicia de las interpretaciones y de los modos de pensar: la construcción de una lectura que esté a la altura de esas muchachas que quieren inventar vidas más libres.

http://www.revistaanfibia.com/ensayo/la-cautiva/

La cuenta de mujeres asesinadas crece. El gobierno hace pantomimas para simular su verdadero no hacer. La cuenta aumenta y están las que reciben el castigo en el interior de sus casas, muertas en manos de parejas o ex parejas, de padres o padrastros, y las muchachas atacadas en las calles, a la salida de los boliches, en falsas citas, en trabajos inexistentes, en el enredo de las redes que permiten simular identidades, en las noches y en los días. La serie crece y mientras crece, escuchamos un coro gritar ¡ustedes siempre con lo mismo, los varones también sufrimos violencia!, o murmurar “no tendrían que andar solas por la calle a esa hora”, o despacharse sin tapujos o taparse un poco la boca para tirar sospechas. Cada víctima es reinterpretada para aumentar la condena a las libertades de todas. Para decir que está mal matar pero que por algo habrá sido y que más que ser hay que parecer, entonces para no caer hay que esquivar toda situación de autonomía: ni decirle que no al esposo o amante que reclama continuidad o servicio, ni andar por ahí viviendo la propia vida, habitando el propio deseo. La interpretación de los asesinatos dominante en el discurso público -el que surge de los medios de comunicación pero también de los expedientes judiciales y de la discusión política- tiene un sesgo machista.   En este país, un tópico fundamental fue el de la cautiva. De la literatura y la pintura, pero en especial de la construcción de un discurso de legitimación de la ofensiva contra los indios y la apropiación de las tierras que estaban en sus manos. El lamento por el destino de la mujer secuestrada entre los salvajes, sometida a sus deseos sexuales y a la servidumbre, no sólo obviaba el hecho colonial inicial -la conquista llevada adelante por viajeros varones que veían en las mujeres indias piezas de caza- sino que defendía más el derecho de los hombres blancos a la propiedad -de mujeres, animales y cosas- que la libertad de las cautivas de hacer lo que quisieran. Motivo del héroe y también artilugio para el pacto: ahí, nuestro entrañable Martín Fierro, que encuentra en la defensa de la dama violentada el motivo para retornar al orden que había abandonado por injusto. Entonces, cercar las tierras, aniquilar al indio, incorporarse al mercado mundial, todo en nombre de la cautiva liberada.   La misma operación se arroja sobre las víctimas de femicidio. El caso de Micaela es emblemático. Desata el entusiasmo punitivista, el reclamo de penas perpetuas, condenas de muerte, castraciones rápidas. Que se desate como indignación social, es una cosa. Pero es distinto cuando atraviesa los discursos políticos, que deben exigirse a sí mismos una responsabilidad mayor y que, sin embargo, manotean rápidamente los restos para abonar embates contra los modos democráticos de pensar la seguridad y la punición -condenados con la expresión de garantismo, que ya en sí misma es un linchamiento -, para reclamar más libertades para las fuerzas de seguridad y justificar los modos cada vez más represivos de tratar la cuestión social. Como la cautiva de antaño, las víctimas son puestas en primer plano para ser usadas, para ser deglutidas en un esquema de poder que se pregunta menos por la prevención y el cuidado de la vida que por las garantías dadas a un mercado que se despliega amontonando cuerpos desechados.   Los padres de Micaela lo percibieron e intentaron contraponer otra interpretación surgida del amor dolido, del respeto a las creencias y a las prácticas militantes de su hija. Dijeron no al linchamiento, que actúe la justicia y que pensemos en una sociedad justa. A sabiendas de que el castigo sobre el asesino no basta para fundar una trama comunitaria que evite que las pibas sean asesinadas. El castigo es necesario pero a la vez no previene. Se demostró hasta el hartazgo que más penas no disuaden, que hay femicidas que matan y se suicidan y otros que vuelven a asesinar estando presos. Que combatir el horror requiere una modificación mucho más profunda de los lazos sociales; que implica repensar, también, qué es la vida de los varones, qué patrones normativos se les proponen, qué pasa con la salud mental, y qué hacer con un sistema carcelario que funciona menos para permitir una bifurcación en las vidas castigadas que para tomar esos cuerpos como objeto de un ejercicio de crueldad.   Implica preguntarse por los cuerpos, los deseos y las libertades. Se intentó en años anteriores, imaginando lenguajes y pedagogías, educación con perspectiva de género e intervenciones culturales y mediáticas, leyes como las de matrimonio igualitario y equidad de género. Intentos que indicaban hacia dónde ir, en un contexto de viejas rutinas y conservadurismos varios que ahora encuentran la revancha cuando ante cada muerta nos dicen: “vieron adónde llevaban las libertades”, o “¿no eran ustedes las garantistas?”.   Los padres de Micaela intentaron sustraer el cuerpo de su hija de esa operación carroñera de constituirla en argumento de legitimación de nuevos modos de opresión o del endurecimiento de una lógica de negocios que requiere más rejas, más palos, más represión. Y que no prevé frente al femicidio otra cosa que encerrar al victimario.   Evitar esa simplificación -más cárcel como respuesta al crecimiento de los crímenes- no exime al juez Rossi de su ominosa responsabilidad. Permitió una libertad desaconsejada y no se privó, en la argumentación de su decisión, de sostener que los peritos parecían esperar que el violador siguiera penando su arrepentimiento, sumido en la congoja por lo hecho, “mediante reflexiones y reflexiones, para que se pueda hacer cargo de sus actos”. El equipo de expertos había dicho: no alcanza “un análisis profundo y sentido respecto de los actos reprobables que cometió” ni reconoce la “libertad sexual de terceros”. ¿Cómo no imaginar que a ese juez eso no le pareciera relevante, si total se trata del derecho de otras a decir que no y si en el fondo, como cree algún músico en voz alta y muchos en el corrillo de vestuario, bares y cofradías, a ellas les gusta aunque digan que no? Quizás lo del juez sea mero humanismo, pero hay algo a sospechar en ese desdén respecto de la consideración del desconocimiento de la libertad sexual ajena. No percibir que eso constituye al violador como tal y que ahí es donde el encarcelamiento cumple una única función razonable: cuidar que no vuelva a actuar del mismo modo.   Sobre la conciencia del juez pesa una muerta, pero no es con el linchamiento del juez en tanto dadivoso eximidor de penas que podemos dar cuenta de lo que sucede. Más bien: hay que entender qué comparten el juez que desconoce ese argumento y el periodista que afirma, suelto de cuerpo, que esa chica no tendría que salir del boliche sola a las cinco de la mañana (el implícito: si no quiere ser violada), o el fiscal que registra el shorcito que llevaba puesto y el diario de mayor circulación del país que cuenta que Micaela había sido infiel a su novio, qué une al asesino que toma literalmente -al pie de la letra- el mandato del machismo y todos los que lo cultivan en las dosis aceptadas de la convivencia social. Que cuando ocurre el crimen sí se rasgan las vestiduras y salen en altavoz a pedir penas y castigos y a señalar responsables, precisamente porque quieren borrar la cercanía que tienen con el  femicida, con aquel que se toma demasiado en serio lo que ellos apenas insinúan. Que se muestran horrorizados con lo que pasa, mientras despliegan un armazón discursivo que legitima que una mujer lesbiana que se defendió de la agresión a golpes de una patota de diez varones que amenazaron violarla y en esa defensa mató a uno de los agresores, esté presa. Higui es la contracara de Micaela. Víctimas de la acción y la omisión de una justicia que funciona reproduciendo y aceitando el régimen patriarcal, porque interpreta t
odos los signos del crimen en la decodificación machista. ¿Cómo construir una interpretación feminista? Una lectura que señale las preguntas que la lógica de la apropiación legitimadora suprime y que la solución rápida del encierro posterga. Una vocación de sospecha, capaz de interrogar hasta dónde llega la cadena de complicidades, no para reclamar castigos sino para entender cómo funciona el pacto -quién auxilió a Wagner, quién mintió, quién escondió, quién dijo que ya estaba todo bien con el sujeto- que tiene como implícita la idea de que finalmente una violación no es para tanto. Una interpretación sensible, dolida y a la vez capaz de entender esa fuerza para contraponerle otra fuerza, fundadora, libertaria, amorosa.   Las discusiones siempre presentes ante un femicidio se ahondaron por la dramática contraposición entre las figuras: un convicto que no debía estar libre, una muchacha que hacía de su libertad un compromiso y que no dejaba de buscar vidas más vivibles para todos. La serie de fotos de Micaela que inundan nuestras pantallas y retinas, que hacen que nuestros ojos estén más lluviosos que los días que pasamos, se constituyen como exposición de una vitalidad militante, prototipo del activismo juvenil y de la decisión de fundar un mundo en el que quepan los más débiles y las más alegres. Esta vez, un asesino dio en el corazón del feminismo. Capturó su pieza entre nosotras, en la ignorancia fatal de un personaje de tragedia griega. Como nunca, el patriarcado escribió por su mano una condena sobre una piba que militaba. Con la ceguera de las grandes maquinarias. Con la impiedad de los acontecimientos sin dueño. Por eso, si hay algo de justicia en juego, también debe ser una justicia de las interpretaciones y de los modos de pensar: la construcción de una lectura que esté a la altura de esas muchachas que quieren inventar vidas más libres. – See more at: http://www.revistaanfibia.com/ensayo/la-cautiva/#sthash.KQBWxyAl.dpuf

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