Cada vez más rápido. Más potente. Más brillante.

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Gerardo Codina* 

El estímulo al consumo motoriza la actividad económica de los sectores más dinámicos de la economía mundial, sin embargo su desenfreno impacta de modo cada vez más severo sobre las propias posibilidades de reproducción de ese estilo de vida, precipitándonos en una crisis ambiental sin precedentes.

La noticia era breve. Decía textual: “Se inauguró ayer el Consumer Electronic Show (CES) en la ciudad de Las Vegas, y unos 30 mil fabricantes del sector tecnológico aprovecharon la ocasión para montar en sus vitrinas unos 20 mil dispositivos nuevos que irán lanzando a lo largo de este año.” Fue publicada en los principales diarios de todo el mundo, los primeros días de enero del año 2013. Las estrellas de la jornada fueron los nuevos televisores ultra planos. 

Una característica saliente de nuestra época es su fascinación por la novedad. Todas las expectativas de la mayoría de los individuos y de la misma sociedad están centradas en lo nuevo por venir, las funcionalidades novedosas que aportarán los próximos elementos y las primicias tecnológicas. Al menos, claro, cuando se trata de aquellos individuos con capacidad de consumir, que son los que tienden a ser pensados como lo definitorio de la realidad social de la época. 

Esas novedades encarnadas en objetos, se agotan en el mismo acto de consumirlos, de estrenarlos, de aprender su funcionamiento, de extremar la comprensión de sus posibilidades. Cuando dejan de sorprender, cuando ya son parte rutinaria de la vida cotidiana, los artefactos caducaron. Será el tiempo de la siguiente novedad. Cada vez más rápido. Más potente. Más brillante. 

Veinte mil dispositivos nuevos lanzados al mercado global de la electrónica en un año es una cifra que dice poco en sí misma. ¿Cuántos de esos artefactos se fabricarán realmente y cuántos de ellos serán usados? En un planeta con seis mil millones de habitantes, los compradores de televisores ultra planos serán suficientes para alimentar una vigorosa industria, pero probablemente sean irrelevantes a la hora de contabilizar el posible impacto de esos artefactos en el incremento o la disminución del consumo de energía eléctrica. 

Claro que no se trata sólo de los artefactos electrónicos. Nuestros hogares se llenan de nuevos dispositivos, desde microondas hasta equipos de aire acondicionado y en las calles cada vez circulan más autos. Somos más los que consumimos y todos consumimos más. Se suman cada vez más aparatos a nuestras vidas. Y todos ellos sucumben al poder corrosivo de la novedad. Apenas estrenados ya son superados en capacidades por nuevos enseres que integran funciones de los antiguos a otras nunca antes pensadas o traen sustantivas modificaciones de diseño que los hacen más seguros, más veloces, más confortables. 

Pero hay algo más. ¿Se imagina una feria con veinte mil nuevas variedades de frutas y hortalizas? ¿Cuánto tiempo necesitaríamos para degustarlas a todas y decidir cuál es la más deseable? ¿O un lugar dónde enfrentarse con veinte mil nuevas variedades de vinos, de quesos y fiambres? ¿O de autos? ¿Cuántos podríamos probar cada día? Una simple cuenta dice que deberíamos examinar más de 54 artículos de cada categoría por día para agotar en un año tamaña oferta. Suena imposible. 

¡Puras conjeturas, claro! Lo que sí es seguro es que tras cada novedad queda un desecho. Nada singular. Un objeto en desuso, sin utilidad presente o futura, que estorba y ocupa lugar. Ante esto no hay otra solución que sacárselo de encima. ¿A dónde va? A la basura, por supuesto. Siempre lejos de nosotros, fuera de nuestra vista, ajena a nuestra responsabilidad. Es el primer acto reflejo de todos. 

Puesta en la calle, la basura es un problema público. Dejó de interpelarnos individualmente. El consumo transcurre en la esfera privada, pero los desechos que genera son asunto de la sociedad. 

En la calle, se reconvierte en un problema de limpieza, de “higiene urbana”. Debe ser removida, barrida, quitada de la vista de todos. De eso deben ocuparse los gobiernos. La solución original, ya antigua a esta altura de los acontecimientos, es llevarla fuera de las ciudades, abandonarla en algún lugar lejos de la vida cotidiana de la mayoría y olvidarse de ella. 

Esa aparente salida era de alguna forma posible, mientras el volumen y el tipo de residuos posibilitaban su degradación natural. Esto ha cambiado, entre otras cosas, por la aparición de los nuevos materiales sintéticos y los dispositivos de la era digital. 

La nueva basura 

Los artefactos electrónicos son un tipo singular de residuo urbano sólido. Un producto industrial, con muchos componentes que difícilmente puedan reciclarse de manera natural, y repleto de elementos tóxicos para el ambiente, en las concentraciones artificiales que contienen. Pero además, son dispositivos que envejecen velozmente. En pocos años o meses pasan de ser la última frontera del desarrollo tecnológico a la condición de antigüedad irremediable.  

Son además, toda una nueva categoría de artículos, que se multiplican sin cesar. Televisores, computadoras, teléfonos celulares son las estrellas actuales. ¿Quién recuerda los walkman, las máquinas de escribir, las videograbadoras o las viejas polaroid? Cada año, llegan a nosotros las actualizaciones, los nuevos diseños, los últimos modelos con más prestaciones o diferentes funcionalidades, pero también estrenamos dispositivos que sirven para hacer cosas que ni pensábamos hace una década o menos, y que ahora se nos ofrecen para que podamos adquirirlos e incorporarlos a nuestra vida cotidiana. 

No se trata de un fenómeno pasajero o secundario. Si algo identificaba a los tiempos modernos era la industria, una industria que requiere de consumos permanentes e incrementados, para ampliar las fronteras de sus dominios y sostener la dimensión de las utilidades de sus propietarios. Eso no cambió en esta edad posmoderna. Hace tiempo que no se fabrican cosas con el propósito de que duren mucho tiempo. La pretensión de desafiar las épocas y realizar obras con vocación de eternidad parece haberse extraviado en los arenales del antiguo Egipto, luego de las pirámides.  

Muy lejos de esa expectativa, nuestra época se caracteriza por la fugacidad planificada de las cosas, vivida con un desenfrenado frenesí por la posesión de lo “último”, lo “novedoso”, lo más “inteligente”, lo más “poderoso” y la despojada actitud de no aferrarse a nada que resulte ya viejo, salvo que encierre recuerdos preciados. La fugacidad es la regla. Aún objetos relativamente comunes como las lámparas eléctricas, se producen con una breve vida útil, calculada para que sean desechadas y reemplazadas por otras homólogas[1].

No se limita la obsolescencia programada a las lamparitas. Ni la ropa ni los ídolos tienen mejor destino. La reposición permanente es una estrategia de sostenimiento de la rueda de la fortuna para muchas producciones que viven del consumo masivo.   

El consumismo sin límites no es un problema de adictos o una compulsión personal de algunos individuos entusiasmados con extenuar los límites de sus tarjetas de crédito. Aunque haya adictos y compulsivos, no son la norma. Por supuesto, la actitud consumista requiere de la complicidad del que compra, a veces sin saber para qué o con qué. Pero es prudente recordar que se sustenta en una extensa porción de la lógica de supervivencia de los grandes complejos industriales y comerciales, basada en la generación de una demanda insatisfecha de consumo, que siempre se alimenta de novedades, lo que torna evidente que la caducidad de las cosas es parte del juego que todos jugamos para reproducir la sociedad que tenemos y reproducirnos a nosotros mismos como ciudadanos-consumidores, integrados a la misma.

La crisis ambiental como crisis civilizatoria  

Algunos pensadores contemporáneos, como Zygmunt Bauman[2] ubican esa dinámica social como la característica definitoria la época. Una época donde los vínculos y las instituciones sociales se han vuelto leves, informes, de apariencia líquida. La sociedad moderna líquida, en su perspectiva, otorga a cada sujeto social la condición irrenunciable de individuo, asignándole la improbable tarea de ser único entre sus iguales de una sociedad masificada. La renuncia a la condición de individuo con su carácter de homo eligens, de ciudadano con capacidad para elegir bienes de consumo, es penada por la sociedad con la exclusión del mercado, es decir con el exilio de la condición de ciudadano. Es que el sistema, para sobrevivir, necesita que se consuma, y sobre todo que se deseche, cada vez en mayor cantidad y a mayor velocidad. 

Las interpretaciones más comunes de la compra compulsiva como manifestación de la revolución de valores posmoderna, la tendencia a representar la adicción a comprar como una manifestación desembozada de los latentes instintos materialistas y hedonistas o como un producto de la ‘conspiración comercial’, es decir, de la incitación artificial (y artera) a perseguir el placer como principal objetivo de la vida, sólo dan cuenta en el mejor de los casos de una parte de la verdad. La otra parte, que es complemento necesario de todas las explicaciones, es que la compulsión a comprar, convertida en adicción es una encarnizada lucha contra la aguda y angustiosa incertidumbre y contra el embrutecedor sentimiento de inseguridad.” (Bauman. 2007). 

Más allá de la alienación implícita en la circunstancia de ser definido por la posesión de novedades que dejan de serlo instantáneamente, el uso abusivo e irracional de los recursos naturales tiene un límite, que es la posibilidad de la preservación de la existencia, tal y como la conocemos hasta ahora, en un planeta extenuado, superpoblado y repleto de desechos. 

Para no culpar solo al mercadeo y las promociones, aceptemos que la continua onda expansiva de los logros técnicos a lo largo de los últimos doscientos años, forjaron en todos la expectativa favorable ante la novedad, la confianza en que lo nuevo será necesariamente mejor y el deseo de participar de la experiencia de hacer uso de artefactos que sorprendan nuestras vivencias. 

Siempre hay algo lúdico en juego cuando se abre la caja que contiene la última adquisición y se comienzan a ensayar las diferentes funciones disponibles y a tratar, muchas veces con poco éxito, de interpretar adecuadamente ese nuevo género literario en jeringoza que son los manuales de usuario. Conectados en el presente con las noticias de todo el mundo en tiempo real, posibilitados de presenciar guerras como si estuviésemos en el cine y de charlar cara a cara con amigos y parentela dispersos en el mundo, lo rutinario es la continua transformación de nuestros horizontes. Lo sorprendente sería que no haya novedades. 

En la perspectiva de pensar qué hacemos con nuestros residuos, recuperar la noción de que la generación continuada de desechos es una lógica estructural de la vida económica y social, sirve para dimensionar el tipo de transformaciones que demanda hoy proyectar ciudades con “basura cero”. 

Toda utopía es valiosa aunque más no sea como horizonte deseable hacia el que podemos encaminar nuestros pasos. Dotar de sentido y dirección el transcurrir muchas veces errático de la existencia, suele ser significativo en sí mismo. Pero no hay “cero” absoluto factible en temas de basura, sin cancelar el metabolismo completo del sistema económico o reemplazarlo por otro, enteramente diferente del actual. ¿Es eso posible? Creemos que sí. Pero demandará un largo proceso de cambios integrales, mientras que el problema de la basura ya existe, y se incrementa sostenidamente cada día que pasa. 

Además, el modelo deseable de “progreso”, implícito en el mismo contrato social del consumismo, es la creciente posesión de “bienes”. Si esos bienes son efímeros, perecederos, flores de un día y requieren de una continua reposición, no es un problema que pueda resolverse a escala personal, a menos que se renuncie a participar del festín de los sentidos que ofrecen los escaparates de la “última moda”. ¿Cómo evitar los deseos del que mira desde afuera de la posibilidad de consumir? ¿Cómo remediar sus ansias por alcanzar también él los objetos de la pasión social? Eso trasciende fronteras, culturas y generaciones en un mundo cada vez más homogéneo, como el que nos toca vivir. En la medida que mejoran sus ingresos, todo el que puede se lanza a las aguas veloces del consumismo; así sucede en China, India o Brasil, por mencionar unos pocos ejemplos. 

Empezar por lo que podemos hacer hoy, aunque sea limitado, sin perder de vista la profundidad de las cuestiones en juego y con el entendimiento de las propias restricciones que deberán superarse paulatinamente, tiene la ventaja de no pedir imposibles y de sumar a la acción práctica a muchos legítimamente preocupados por lo que sucede delante de sus ojos y que los tiene muchas veces como involuntarios protagonistas. La acción puede alimentar una voluntad de cambio mayor, en la medida que se sustente en una inteligencia compartida de los riesgos que corremos, si no alteramos el rumbo de nuestra dinámica social. 

No se trata de una amenaza. “La magnitud de la crisis ambiental generalizada es una realidad ineludible”, afirman Pablo Canziani y Eduardo Agosta Scarel[3], integrantes del Equipo Interdisciplinario para el Estudio de Procesos Atmosféricos en el Cambio Global que trabaja en la Universidad Católica Argentina. “La actividad humana ha impuesto a partir de la Revolución Industrial y aún más aceleradamente desde la posguerra de la 2da Guerra Mundial, cambios en la naturaleza y crecimiento en el uso irracional de recursos naturales y no, nunca registrados en la historia humana y en la historia natural de la Tierra.” 

Más aún. Como recuerda Sergio Federovisky[4] en su libro, la noticia ya es vieja. “La Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro en 1992 consiguió absorber en forma institucional todo lo que en los veinte años transcurridos desde Estocolmo se había verificado en términos de deterioro ambiental: la revolución tecnológica del siglo XX dejaba impresos sus síntomas en el planeta. Así, mientras Estocolmo apenas repartía consignas hasta entonces desconocidas más asociadas a la contaminación y la lluvia ácida, en Río ’92 se otorgaba estatus institucional a la biodiversidad (a la pérdida de), al cambio climático (al desbarajuste que haría el planeta inhabitable para los seres humanos) y se abría la puerta para el concepto que habría de marcar los discursos ambientales hacia la posteridad: el desarrollo sustentable. Hasta un mapa de acciones ‘urgentes’, conocido como Agenda 21, traducía la noción de compromiso con el futuro inmediato que, todos sin excepción, admitían que se debía adoptar.” 

Dos décadas después, todos los indicadores ambientales, principalmente aquellos que en 1992 habían hallado en el desarrollo sustentable la fórmula de la reversión del deterioro, se confirman empeorados.” 

En caída libre por el tobogán de nuestro estilo de vida contemporáneo, debemos reexaminar colectivamente lo que hacemos, si queremos sobrevivir.   

Renovarse es vivir, dice el refrán. Actualizarse, mejorar el confort personal, adquirir nuevas prendas o herramientas, acceder a novedosos consumos culturales o cambiar la ambientación de la casa, nada de eso puede demonizarse y sería injusto que no estuviera al alcance de todos. Pero cada reemplazo implica un residuo del que tenemos que hacernos cargo, individual y colectivamente, para que no se convierta en un obstáculo para nuestra existencia presente y futura.  

*Gerardo Codina: Psicólogo. Integrante del Consejo Editorial de Tesis 11.


[1] Federovisky, Sergio. Los mitos del medio ambiente. Buenos Aires, 2012. “A comienzos de 1880, Edison comenzó a comercializar una lamparita que él mismo calificó como de “gran estabilidad y con un filamento de enorme resistencia”: su duración era de al menos 1500 horas, que la industria llevó al doble en poco tiempo. El cártel bautizado Phoebus, que nucleaba a las grandes compañías fabricantes de artículos eléctricos a comienzos del siglo XX (Philips y Osram, principalmente), creó en secreto el comité de las “mil horas”, de modo de que nadie osara fabricar una lamparita que superara esa duración. (…) en sólo dos años, entre 1926 y 1928, la  vida útil de las lámparas puestas a la venta en el mundo por las principales empresas fabricantes cayó de 2500 a menos de 1500 horas. (…) el cártel había conseguido desplegar la obsolescencia programada como base de sustentación del capitalismo a ultranza.”

[2] Bauman, Zygmunt. Vida Líquida. Buenos Aires, 2007.

[3] Canziani, Pablo y Agosta Scarel, Eduardo. Reseña de la Situación Ambiental Argentina. Universidad Católica Argentina, Diciembre de 2006. Canziani es uno de los científicos argentinos que integró el Panel Intergubernamental Sobre Cambio Climático, que fuera galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 2007.  

[4] Obra citada.

2 respuestas a “Cada vez más rápido. Más potente. Más brillante.”

  1. Saludo calurosamente las notas del último número de la revista sobre la situación actual en la CABA y envío mis breves reflexiones sobre el tema de la referencia.

    Horacio Feinstein

    —————————————————————————————————————–
    La inminente contratación del servicio de “Higiene Urbana” por parte del GCABA por un monto de $ 30.000.000.000 merece algunas consideraciones.
    Sin duda la magnitud económica del contrato y la longitud del servicio a contratar (10 años) constituyen interesantes motivos para algunos para preservar el servicio con la modalidad actual, demostradamente inviable. En el contexto de la vigente ley Basura Cero de la CABA, que procura disminuir la cantidad de basura apoyándose en una progresiva concientización de los ciudadanos, esto constituye una contradicción flagrante.

    Los habitantes de Bs. As. no podemos permitir semejante ninguneo de esta ley, cuya implementación será un verdadero desafío a nuestra inteligencia y capacidad de organización social, propuesta para dignificar el trabajo de miles de recuperadores urbanos que no sólo obtienen un ingreso de sus actividades de separación de residuos sino que gracias a ellos la ciudad está en condiciones de recuperar cerca del 50% del total de basura conformado por residuos orgánicos (aprovechables) que constituye un sinsentido seguir enterrando. Cuando se complete la separación de residuos y se llegue a hacer este aprovechamiento socio-ambiental virtuoso podremos estar orgullosos del logro alcanzado entre todos, actuando mancomunadamente.

    Para vencer la inercia contractual hay que ver en qué condiciones se puede quebrar el negocio de la basura, tal vez en primer lugar, imaginando la organización del tratamiento y disposición final de los residuos domiciliarios a nivel de las comunas de la ciudad (con lo cual el problema se dividiría en 15 partes). Previo a ello, sería importantísimo contar con una política conjunta a nivel nacional y de cada una de las jurisdicciones, de reducción en la generación de residuos a partir del diseño de los productos, sus envases y envoltorios.Lo mismo en relación a los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos, residuos peligrosos, pilas y baterías, respecto de los cuales falta una política de “responsabilidad extendida” de los productores, importadores y comercializadores para que se hagan cargo de dichos productos “desde la cuna a la tumba”. También, es necesario que la ciudadanía tenga en claro que en el ámbito de las respectivas comunas tenemos que empezar a responsabilizarnos por nuestros residuos y nuestra basura.

  2. Gerardo Codina dice:

    Concuerdo con la visión del lector. El tema por su significación merece un debate público y que todas las fuerzas políticas tomen posición.

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