¿QUÉ HACER CON ESTADOS UNIDOS?

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JUAN GABRIEL TOKATLIAN*

EE.UU. reorganiza, una vez más, su estrategia nacional de defensa (END). Aquí un análisis de la misma, sus desafíos y posibles efectos en América Latina, en lo que el autor visualiza como un remedo de la guerra fría.

 

Una mirada estratégica
 Horas antes de emprender su viaje a la Argentina, el Brasil y Guatemala, el Secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, hizo pública la Estrategia Nacional de Defensa (END) estadounidense. Este crucial texto completa el conjunto de documentos estratégicos que se redactaron después del 11/9—la Revisión Cuatrienal de la Defensa de septiembre de 2001, la Revisión de la Postura Nuclear de diciembre de 2001, la Guía de Planeamiento de la Defensa de mayo de 2002, la Estrategia para la Seguridad Nacional (Homeland Security) de julio de 2002, la Guía de Planeamiento para Contingencias de agosto de 2002, la Estrategia Nacional de Seguridad de septiembre de 2002, la Estrategia para Combatir a las Armas de Destrucción Masiva de diciembre de 2002, la Estrategia Nacional para el Combate al Terrorismo de febrero de 2003, y la Estrategia Militar Nacional de diciembre 2004—y que se anticipa a una muy próxima revisión comprensiva de la defensa (que se efectúa cada cuatro años).

 La END busca establecer una serie de objetivos generales que orientan las actividades del Departamento de Defensa, brindar dirección a la estrategia militar de Estados Unidos y facilitar la coordinación entre agencias estatales para la concreción de los propósitos nacionales en materia de seguridad.

 En esta oportunidad, la END comienza con una aseveración escueta y categórica que no había precedido los documentos estratégicos previos: “Estados Unidos es una nación en guerra”. Esta introducción sienta el tono del informe y justifica la urgencia de una “defensa activa”. En ese sentido, parece imperativo modificar la postura militar para que esté acorde con la noción de “conflicto prolongado y transformación continua”. Esto último, a su vez, resulta más evidente a partir de la idea de que “la incertidumbre es la característica definitoria del actual ambiente estratégico”. Dicha idea de incertidumbre hace que una enorme gama de fenómenos se identifiquen en términos de retos y peligros.

 En ese contexto se inscribe el cambio de la concepción de la guerra basada en “amenazas” a la cimentada en “capacidades.”  Para esto se deja de lado definitivamente la concepción militar de la era Clinton que buscaba prepararse para combatir (y vencer) en “dos grades teatros de guerra”, y se adopta el ambicioso plan conocido como 1-4-2-1; esto es, defender totalmente un país (Estados Unidos), conducir operaciones de combate en cuatro regiones (Europa, el noreste de Asia, Asia del este y el Medio Oriente/sudoeste de Asia), derrotar simultáneamente a dos agresores en esas regiones y vencer decisivamente en uno de esos conflictos mediante la ocupación de un país y la sustitución del régimen existente. Adicionalmente, se contempla llevar a cabo “contingencias menores” como “golpes (strikes) y ataques (raids) inesperados, operaciones de paz, misiones humanitarias y evacuaciones no militares”. En breve, la resultante de este planteamiento estratégico-militar es que se concibe, implícitamente, la figura del soldado global—no ya del policía global—probablemente en desmedro del diplomático internacional.

 El principio que sustenta la END es el de la primacía; lo cual implica que Washington no tolera ni tolerará ningún competidor, sea éste aliado (por ejemplo, la Unión Europea) u oponente (por ejemplo, China). Por ello, se asegura que Estados Unidos se mantendrá “inigualado” (unmatched) en términos militares.

Asimismo, la Estrategia Nacional de Defensa subraya cuatro tipos de desafíos: el tradicional de naturaleza estatal, el irregular derivado del “auge de ideologías extremistas y la ausencia de gobiernos efectivos” que intentan erosionar “la influencia, la paciencia y el poder” de Estados Unidos, la catastrófica proveniente de fuerzas hostiles (estados o actores no estatales) con capacidad de poseer armas de destrucción masiva y la disruptiva que surge del uso de biotecnologías y operaciones de ciberespacio, entre otras, con propósitos militares. Paralelamente, la END diferencia la relevancia y alcance, en materia de seguridad, entre “estados claves”—los que usualmente se conocen como estados-pivotes (sus éxitos o fracasos tienen profundas consecuencias regionales) y estados-tapones (son funcionales para preservar el statu quo zonal)—, “estados problemas”—los que se conocen como estados-rufianes (agresivos, extremistas y opuestos a Estados Unidos) y estados-colapsados (próximos a la implosión) y “actores no estatales significativos” que incluye, sin distinción, “terroristas, insurgentes, paramilitares y criminales”. En este ámbito, es bueno recordar que, por primera vez desde la guerra de Vietnam, el ejército estadounidense publicó a finales de 2004 un nuevo manual de lucha anti-insurgente.
 
En cuanto al despliegue militar, la nueva estrategia subraya la importancia de expandir la presencia de tropas y soportes militares alrededor del globo con el objeto de tener, concurrentemente, más cubrimiento espacial y mayor flexibilidad operativa. El documento indica que hay tres tipos de plataformas: las “bases de operación principales” (main operating bases), los “sitios de operación ofensiva” (forward operating sites) y las “localizaciones de seguridad cooperativa” (cooperative security locations). Cabe destacar que a diciembre de 2004, Estados Unidos tenía 399.969 soldados desplegados en el mundo y que ya existen cuatro localizaciones de seguridad cooperativa en nuestra región: Manta en Ecuador, Reina Beatrix en Aruba, Hato Rey en Curazao y Comalapa en El Salvador. En este marco de configurar y proyectar un soldado global, la END reitera el criterio de eludir que las tropas estadounidenses puedan ser sometidas a la Corte Penal Internacional.

La Estrategia Nacional de Defensa señala también las vulnerabilidades que enfrenta Estados Unidos. Entre las seis que menciona conviene subrayar la cuarta, que afirma que “nuestra fortaleza como estado nación continuará siendo desafiada por aquellos que emplean la estrategia del débil usando los foros internacionales, los procesos judiciales y el terrorismo”. Pareciera ser, entonces, que Kofi Annan, el juez Baltasar Garzón y Osama Bin Laden son, de modo similar, fuente de inseguridad y amenaza para Washington.

Finalmente, el documento contiene varios silencios. Lo más llamativo es el hecho de que a pesar de hablar de aliados, acciones conjuntas y cooperación internacional, la END jamás menciona a Europa, la OTAN y las Naciones Unidas. En breve, el espíritu y el contenido del documento resulta más comprensible si se lo entiende como la piedra angular que racionaliza, de acuerdo a los intereses de Estados Unidos, la consolidación de una era única, unipolar y unilateral.

Una perspectiva regional
 
Es en este contexto que Latinoamérica reapareció, a principios de 2005, en el radar de Washington. Una porción del área, el arco andino, atravesado por una agenda negativa (narcotráfico, desestabilización, etc.), inquieta a Estados Unidos. Esta preocupación creció ya que, al igual que durante la Guerra Fría, Washington teme que la suma de crisis individuales en el marco de una sub-región convulsionada produzca un efecto dominó negativo que exacerbe tensiones existentes en el sur (Cono Sur) y el norte (Centroamérica) del continente.

A ello se agrega, como también en la Guerra Fría, un dato ideológico: si el comunismo fue antes el enemigo inexorable, hoy lo es el populismo radical. En efecto, el entonces comandante del Comando Sur, general James Hill, afirmó ante el Congreso de su país (24/03/04) que a las amenazas tradicionales en América Latina “se agrega ahora una amenaza emergente que puede describirse como populismo radical”. El ejemplo de este tipo de populismo era, según el militar, la Venezuela de Hugo Chávez.

Hasta hace poco, esta tesis de Hill, avalada por el nuevo responsable de ese Comando, el general Brantz Craddock, parecía ajeno a los civiles. La relevancia del encuentro de marzon de 2005 entre Condoleezza Rice y Rafael Bielsa reside en que esa definición del populismo radical como una amenaza para EE.UU., reafirmada por Rice, es una noción que atravesará la política exterior y de defensa estadounidense en los años por venir.

El regreso a la Guerra Fría también se observa en las políticas concretas de Washington hacia los Andes. El caso de Colombia se asemeja a otros conflictos donde EE.UU. desplegó una intervención indirecta; esto es, asistencia militar masiva, presencia castrense activa y diplomacia muscular, sin participación directa en combates. Así, Colombia tiene la segunda embajada estadounidense más grande del mundo después de Irak, es asiento de 800 militares y 600 contratistas privados provenientes de EE.UU., es el principal receptor de ayuda estadounidense en América Latina y el quinto destinatario de recursos militares en el mundo (después de Israel, Egipto, Afganistán e Irak): entre 1998 y 2004, Bogotá recibió US$ 3.647 millones de dólares y en 2005 se proyectan US$ 781 millones.

Las constantes del pasado se manifiestan, asimismo, en otras prácticas frente al resto del eje andino. En Bolivia, Estados Unidos insiste en una ruinosa “guerra contra las drogas” que ni ha desarticulado el negocio de las narcóticos ni ha mejorado la capacidad de control soberano del Estado. Más aún, los actores con mayor poder acumulado son los campesinos cocaleros y las mafias que lucran con el tráfico de cocaína. En cuanto a Perú y Ecuador, el usual desdén combinado con suficiente tolerancia al golpismo abierto (Fujimori en 1992) o camuflado (Bucaram en 1997 y Mahuad en 2000) ha contribuido a ahondar el debilitamiento institucional. La actitud frente a la reciente caída de Gutiérrez en Ecuador—en la que se manifestaron claros signos de inconstitucionalidad en las medidas adoptadas por el legislativo y el ejecutivo, por igual, desde diciembre de 2004 hasta el desenlace en abril de 2005)—será un indicador de cuánto y cómo ha cambiado Washington frente a la ola golpista en la zona.

En breve, el renovado interés de Estados Unidos en el mundo andino se da con los mismos principios, objetivos y mecanismos de antaño. Si ayer lo hizo sin producir un mejor orden, hoy puede generar más desorden. De allí la importancia de que Argentina y Brasil coordinen sus políticas respecto a Estados Unidos frente al torbellino andino. Sudamérica no está en condiciones de vivir otra Guerra Fría con nuevos “ejes del mal”, “cambios de régimen” o “ataques preventivos”. Es tiempo de moderación política, compromiso material y diplomacia anticipada; sólo así los intereses suramericanos se verán fortalecidos. Es tiempo, quizás, de una estrategia minimalista que busque controlar daños en nuestra vecindad y eludir confrontaciones debilitantes frente a Estados Unidos.

* JUAN GABRIEL TOKATLIAN, Director, Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés (Argentina).

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