LA POLÍTICA DESPUÉS DE CROMAÑON.

Compartir:

Dossier: Cromañón (artículo 2 de 2).

Gerardo Codina*

En medio de las fiestas, la muerte congeló los ánimos. Cuando la crisis comenzaba a ser una mala memoria que dejábamos atrás lentamente, una ordalía de locura nos puso frente al espejo menos deseado. La tragedia de Cromañón desnudó una sociedad y un estado bailando al borde del abismo, como luego lo reafirmó la noticia del contrabando de drogas por Ezeiza.

En el escenario político porteño, el incendio del boliche de Once tuvo un inmenso efecto, dejando al descubierto la endeblez de un sistema de representación todavía divorciado de la sociedad. Las heridas abiertas en los noventa y que estallaron en el 2001, no cerraron ni mucho menos.

Ello explica que rápidamente una parte de la sociedad pusiera en el banquillo de los acusados al Jefe de Gobierno y, por otro lado, que la Legislatura no lograra, pese todos sus intentos, ser el escenario institucional en el que la Ciudad pudiera debatir responsabilidades y enseñanzas. Los esfuerzos destemplados por apropiarse mediáticamente de la situación y asegurarse un mejor posicionamiento electoral, también pusieron al descubierto la baja calidad de un cuerpo que la crisis del 2001 no renovó sino que, al contrario, terminó por degradar.

En efecto, el hecho de los diecinueve bloques en los que se fragmenta el universo de 60 legisladores porteños expresa la ausencia de partidos políticos en la Ciudad. No es un dato nuevo. Las elecciones de 2003 ya lo habían evidenciado. Ni Fuerza Porteña ni Compromiso para el Cambio, los dos principales espacios en los que se dividieron las preferencias del voto, fueron otra cosa que conglomerados ocasionales, pactados para asegurar rendimientos electorales, construidos sobre la base de las redes de referentes que subsisten en la Ciudad. En un caso, el pacto extinguió al día siguiente de realizado el escrutinio y en el otro, se quebró bajo los golpes de la crisis institucional desatada por Cromañón.

El problema de las soluciones

El gesto más dramático de la carrera política de Ibarra fue el anuncio de que sometía a consideración de todos los porteños su continuidad en el cargo. Fue en el momento que sufría el más intenso acoso de la oposición que, aprovechando el dolor de familiares y víctimas de Cromañón, procuraba lograr un virtual golpe institucional. A diferencia del Presidente Mesa de Bolivia, Ibarra no envió su renuncia a los legisladores para que la considerasen. Sabía que allí hacen mayoría las voluntades en su contra.

En cambio, se presentó en la Justicia para solicitar que lo eximiera del requisito de reunir el 20 por ciento del electorado en un petitorio de referéndum revocatorio, para poder convocarlo él mismo. Previsiblemente y a favor de la salud de esta institución de la democracia participativa, la Justicia le denegó la excepción a la ley que recababa.

Así las cosas, Ibarra terminó colocado en una encerrona de pronóstico incierto. Adherentes y aliados, junto a unos pocos opositores, recaudan lentamente el enorme número de firmas para solicitar un referéndum revocatorio, con el que el Jefe de Gobierno procura ser confirmado en el cargo. Los oficialistas, para que se quede y los opositores, para que se vaya. Algo difícil de explicar a los ciudadanos que no son iniciados en la materia. Entre tanto, los tiempos electorales arriesgan convertir la elección de octubre en la Ciudad en una discusión sobre Ibarra, cuando el Gobierno nacional pretendía plebiscitar la suya.

Las amenazas que trajo esta solución, son varias. En primer lugar, la mayoría de la población no quiere el referéndum por diversos motivos –entre ellos, no desea que Ibarra se vaya– y por ello no firma. Todos los números importan porque hay un escaso margen. Para tener una aproximación de las magnitudes relativas que son requeridas, deberían suscribir la solicitud de referéndum un tercio de los que habitualmente votan en la Ciudad.

Localizarlos entre los millones que circulan en sus calles diariamente ya es una gran tarea. Ese es el segundo problema. Se requiere de un ejército de voluntarios entusiastas dispuestos a tocar todas las puertas de Buenos Aires. La inexistencia de partidos políticos se hace sentir así con todo su rigor, cuando se procura concertar decenas de miles de voluntades por medio de la trama capilar de las redes sociales. Quizás se logre, pero habrá que ver en qué tiempos.

El último problema no es menor. Más del noventa por ciento de las firmas recogidas deben ser válidas en todos sus datos, para que la Justicia admita la solicitud, además de completar el 20 por ciento del padrón electoral. En este flanco pretenden operar opositores a Ibarra y al referéndum, convocando a sus adherentes a firmar “mal”, repetidas veces, en cuanto se les presente la oportunidad. Procuran engordar el número de fallos inevitables cuando se trata de cifras tan abultadas y precipitar la caída de todo el esquema, tornando inútil el esfuerzo realizado para recolectar las firmas. 

La organización política del pueblo como horizonte.

La ausencia de partidos, es decir de organizaciones dinámicas que configuran una opinión argumentada y consistente sobre los asuntos públicos, opinión que a su vez es expresiva de segmentos de la población, que se puso otra vez en evidencia después de Cromañón, es uno de los resultados de la convergencia en un programa único de las grandes formaciones políticas populares de Argentina, estimulada por hegemonismo neoliberal durante los noventa.   

Sin partidos, no hay otros espacios de formación de dirigentes, que el proceso de continuas  negociaciones por posiciones en el aparato del Estado, donde se trafican las lealtades y las referencias a cambio de salarios. Muchos de los actuales líderes parlamentarios porteños se amasaron de ese modo y ganaron así sus lugares en las listas. No es una circunstancia para escandalizar o reprochable por sí misma. Es sabido que la democracia supone la construcción de consensos entre visiones diversas y, por ello, la práctica de la negociación es una sana virtud de la institucionalidad democrática. Pero al ser lo único que resta de una actividad política intencionalmente vaciada de sentido (porque los poderes económicos de la sociedad se apropiaron de sus núcleos duros), necesariamente se vuelve impotente para interpelar las búsquedas de una sociedad, que hoy procura superar sus momentos aciagos y encaminarse hacia nuevos horizontes.

Los efectos del neoliberalismo no solo se hicieron sentir entre las expresiones populistas o de centro del arco ideológico. También la vereda izquierda se llenó de sombras. Concebir que el carácter progresista de una gestión de la Ciudad sea el eficiencia gerencial a secas, es evidencia suficiente del vaciamiento de valores padecido. Además de la miopía que implica. Todo ese esquema argumental se hace trizas apenas sucede algo como Cromañón.

Limitarse a denunciar la corrupción, siendo como es un enorme mal, sin responsabilizarse por la construcción cotidiana de un nuevo escenario político, es también jibarizar la política de un modo obediente a las demandas del pensamiento único todavía dominante. Lamentablemente la oportunidad abierta para discutir cómo y en qué sentido se reconstruye un Estado en condiciones de regular la vida social, hasta ahora fue desaprovechada por casi todos los sectores que se reclaman progresistas. 

En caso de la Ciudad de Buenos Aires, no se trata sólo de la conducta espasmódica de los organismos de contralor. La carrera administrativa está congelada hace años, no existen mecanismos de incentivo al perfeccionamiento ni sanciones al incumplimiento de los deberes administrativos, y un todopoderoso sindicato pretende y logra sustraer corporativa-mente segmentos íntegros de la Administración al escrutinio de los funcionarios políticos.

Esta última cuestión debería también ingresar en una agenda de debate público de la centroizquierda, porque no se trata de procurar la puesta al día de la Administración pulverizando derechos laborales ni de convivir con visiones patrimonialistas del Estado enmascaradas de sindicalismo. No se trata sólo de un problema porteño, por lo demás. Por eso, fuerzas que se pretenden nacionales no deberían esquivarlo.

Si las crisis son oportunidades, los sectores políticos progresistas no han dado hasta ahora muestras de saber aprovechar las que se presentan, para recuperar la organización política del pueblo como herramienta de acción colectiva. 

*Gerardo Codina, pdicólogo, miembro del Consejo Editorial de Tesis 11.

Deja una respuesta