La falacia del “egoísmo natural”.

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Edgardo Vannucchi *

“La verdad misma tiene una historia”. Michel Foucault

Interpelarnos, indagar sobre la eficacia del discurso neoliberal, sobre los efectos del pensamiento único en nuestro país implica cuestionar evidencias, analizar una serie de enunciados que han circulado y que han sido aceptados, en forma dogmática, como “verdad revelada” a lo largo de más de una década.

Abordar esta perspectiva de análisis supone asumir que todo proyecto político se corporaliza en cierto lenguaje y que, tal como lo plantea Michel Foucault, “cada sociedad tiene su régimen de verdad, su política general de verdad: es decir los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos”.

Seamos claros: la verdad es una construcción social, “surge en el interior de relaciones sociales concretas, que son relaciones de fuerza y por lo tanto de poder”   . Es un espacio, un terreno de lucha esencial en la disputa por la apropiación del “sentido común”, en la disputa por crear un consenso legitimador para una determinada forma de dominación social.

En nuestro país, ese consenso legitimador, ese “régimen de verdad”, ese “sentido común” fue construido y apropiado a partir de instalar una de las falacias más eficaces que ha producido el pensamiento occidental, a saber: aquel que sostiene, que afirma la existencia de un individuo, de un sujeto egoísta por naturaleza, que orienta todas sus acciones, sus comportamientos a satisfacer sus deseos naturales, sus intereses individuales, despojado absolutamente de cualquier  proyecto de sociabilidad.

La operación ideológica reside en presentar a un tipo de individuo, a un sujeto particular – el smithiano, el que construyó la Ilustración, el hombre hobbesiano, el que el neoliberalismo supo expresar en su forma más acabada, – como sujeto universal, atribuyéndole al mismo características naturales.

Allí radica la eficacia del discurso dominante: en la naturalización de las relaciones sociales. Es decir en transformar en “condiciones naturales” un conjunto de valores,  prácticas y discursos que son históricos, sociales; en presentarnos una forma de ver e interpretar el mundo, una forma de concebir al individuo, una forma de organización social, – que corresponde a un determinado sector social y representa determinados intereses- , como expresión del interés general,  como única concepción  válida a partir de la cual es posible interpelar la realidad. Una visión del mundo y de los sujetos, como la visión del mundo y de los sujetos.

Se sabe: la instalación de un discurso es siempre una victoria política.
De la mano de esa lógica egoísta, individualista, de ese sujeto despojado de cualquier proyecto de sociabilidad -encarnado en su máxima expresión durante la nefasta década menemista- se ha ido erigiendo como valor fundamental la realización personal, la exacerbación de la competencia, el pragmatismo, se fue gestando la diferenciación entre ganadores y perdedores del modelo, coronada con la más absoluta indiferencia ante las obscenas injusticias y desigualdades sociales vigentes desde hace más de una década, entendidas y asumidas como resultado de un proceso natural, ineluctable, y no como producto de decisiones políticas que fueron consolidando la miseria planificada iniciada por el plan económico de José Martínez de Hoz.

Pues bien, desde la primacía neoliberal esta fue prácticamente la “única voz”, la única lógica imperante -tanto en el espacio público como privado- para interpelar la realidad.

Ese “discurso público dominante”, en gran parte hacedor, constructor del “sentido común” vigente en las últimas décadas, es el que se está disputando, el que, a partir de las jornadas de Diciembre de 2001, se manifiesta  en permanente tensión.

Desmontar, transformar esas prácticas y discursos sociales fuertemente arraigados y legitimados requiere explicitar el carácter histórico del comportamiento social y de la desigualdad entre los hombres.
A saber: por un lado, en términos de cuestionar la falacia de atribuir al ser humano un comportamiento innato, pre-social, pre-político asociado a un estado natural del hombre.

En ese sentido escribía Rousseau en su “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres”:  “todos, [refiriéndose a aquellos filósofos de la época que planteaban la existencia de un hombre en estado de naturaleza] hablando sin cesar de necesidad, de codicia, de opresión, de deseos y de orgullo, han transportado al estado natural del hombre las ideas que han adquirido en la sociedad: todos han hablado del hombre salvaje a la vez que retrataban el hombre civilizado”.

Ese individuo -egoísta, competitivo, consumista, pragmático- no tiene nada de “natural”, es un producto histórico, es decir el resultado de la acción del hombre, de sus prácticas, de sus discursos, de las relaciones de fuerza.
“Es preciso (…) llegar a un análisis que pueda dar cuenta de la constitución del sujeto en la trama histórica”. 

Por el otro, en términos de recuperar la idea de cambio, de transformación, presentada como anacrónica en tiempos del “fin de la historia”.

Afirmar que la desigualdad social es el resultado de un proceso histórico, implica desnaturalizar su existencia, cuestionar su carácter inmutable, su perennidad, desmentir su determinismo, negar su ineluctabilidad. Implica, sencillamente, historizar la historia, no naturalizarla.

Por ende supone asumir responsabilidades -individuales y colectivas-, visualizar las injusticias y desigualdades como consecuencia de la instrumentación de un proyecto político y no como castigo divino.
Es decir implica recuperar la acción de los sujetos en tanto posibilidad, no sólo de aceptar o contemplar, sino de transformar la realidad que se nos presenta como inmodificable.

Son tiempos difíciles. Creer que el pensamiento neoliberal y sus efectos están en franca retirada es un grave error. Basta con subirse a un taxi, encender la radio o escuchar la “opinión de la gente” reproducida por los medios masivos de comunicación para percibir lo contrario.
La lucha política también se manifiesta en la lucha por la palabra, por el sentido, por la subjetividad, por un conjunto de enunciados que legitimen o cuestionen, que busquen reproducir o aspiren a transformar el “sentido común” dominante y sus efectos en las prácticas concretas de determinados actores sociales.
Es tiempo de indagar de qué manera, a partir de verdades consideradas como naturales, hemos sido fabricados como sujetos.
Una vez más es imprescindible el ejercicio de la crítica.

 

*Edgardo Vannuchi, Profesor de Historia
Docente de enseñanza Media y Universitaria, miembro del Consejo de Redacción de Tesis 11.

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