El ARA San Juan y los espectros del pasado

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Revista Tesis 11- Nº 124 (12/2017)

política nacional

Juan Chaneton*

“A un país siempre al borde de la imposibilidad se le ha venido a superponer una tragedia que ha tenido la tanática eficacia de arrojar, sobre la escena, una espectralidad binaria a la que se suponía conjurable con sólo ignorarla y que puede resumirse de este modo: un fantasma recorre la Argentina, el fantasma del terrorismo de Estado, con la sorprendente secuela de la comprobación de que la Argentina carece de una política de defensa nacional.”

Claro que duele esto de ser ciudadano de un país sumido en el desconcierto, la confusión, el prejuicio, la ignorancia y el culto a la oportunidad como modo de hacer política o de ejercer el periodismo. Duele. Pero no arredra. Pues por detrás no hay nada. Todo regreso es imposible. De modo que, hoy como ayer, no queda otra opción que salir hacia adelante. La dignidad y el futuro no nos lo regalará nadie. Deberemos arrancárselos a las difíciles circunstancias que atravesamos.

A un país siempre al borde de la imposibilidad se le ha venido a superponer una tragedia que ha tenido la tanática eficacia de arrojar, sobre la escena, una espectralidad binaria a la que se suponía conjurable con sólo ignorarla y que puede resumirse de este modo: un fantasma recorre la Argentina, el fantasma del terrorismo de Estado, con la sorprendente secuela de la comprobación de que la Argentina carece de una política de defensa nacional.

Porque ha sido nada menos que esto lo que, como indeseada epifanía, nos ha vuelto a alcanzar cual espectro al que siempre suponemos materia del pasado y nunca probabilidad abierta y con aptitud de hacerse presente en cualquier momento, y fue eso lo que sucedió a partir de las 7.30 de la mañana del miércoles 15 de noviembre, instante postrero que marcó la última señal de vida de la tripulación del ARA San Juan al mando del capitán Pedro Fernández.

Un oscuro discurso se abrió paso enseguida -y esto ocurrió también en el pasado- para justificar inoperancias y acusar a unos otros que ya van a tener que ir pensando en hacerse cargo hasta de las decapitaciones de Enrique VIII. Y así, como no había nada que decir, el periodismo acudió pronto en auxilio del que no tenía nada que decir y dispuso la narrativa de modo tal que pareciera que el que no sabía qué decir estaba diciendo justo lo que había que decir.

Leemos: “Pocas palabras. Apenas 6 minutos de un mensaje sobrio, vacío de adjetivos pero preciso en su señal política: el presidente Mauricio Macri dejó en claro que la crisis desatada por la desaparición del submarino ARA San Juan encuentra a un gobierno unido y sin fisuras, al menos a la vista”. Martín Dinatale, Infobae On Line, 24/11/17.

Leemos: “… Puede considerarse, desde una perspectiva psicológica, uno de sus discursos más significativos, por lo que más importa en cuanto a la afirmación de las facultades presidenciales y de su propia persona… tuvo el acierto de buscar el fortalecimiento de su imagen exactamente en el momento en que lo aconsejaban las circunstancias. Fue lo que se llama un discurso enérgico, pero no tanto por su contenido cuanto por sus antecedentes, estilo y personalidad de quien lo hizo suyo” (La Nación, 2/9/80). El columnista, aquí, se refiere a Jorge Rafael Videla.

Ayer y hoy los medios de la derecha le aseguraban al pueblo que su presidente había dicho algo sustancial, y a falta de algo realmente sustancial, le decían a ese pueblo que el presidente había estado “sobrio” y había marcado un “estilo”. Blindar, de eso se trata, de blindar. No sólo al que no tiene nada que decir sino también al que no sabe ya qué hacer y que aquel poco que tiene para hacer lo tiene que esconder. Videla escondía lo suyo. Macri, hoy, esconde otros quebrantos. El problema radica en que Macri no es un alien o un extranjero. Es un ciudadano argentino que expresa la moral media y el promedio de aspiraciones de la sociedad en que vivimos.

El periodista Dinatale no había nacido cuando sus colegas de La Nación ocultaban, con una narrativa tramposa, los crímenes que se estaban cometiendo en el país. Porque La Nación hizo eso: fue partícipe necesario del delito, del crimen de lesa humanidad, del terrorismo de Estado, aunque sus columnistas de hoy hablen sin rubor del terrorismo de Estado y no duden en escribir para el diario que ocultó los crímenes y que, por esos años, también se quedaba con Papel Prensa y esa causa sigue abierta en la memoria de los argentinos y en la de los doctrinarios del derecho que acuñaron el tecnicismo de cosa juzgada írrita.  Y una cosa juzgada írrita no es, en rigor, cosa juzgada, porque la causa nunca está cerrada y siempre puede abrirse. Para que se abra, sólo tienen que cambiar los signos de los tiempos.

Apresurémonos a decir que las responsabilidades por lo ocurrido aún están por dirimirse y que -esto también hay que decirlo- no le habrán de caber sólo al actual gobierno. Esto es así por cuanto el tipo estadista ha estado ausente de la conducción política nacional desde, por lo menos, 1983 en adelante.  Ese fue el punto preciso en que se tiró al niño junto con el agua sucia. Tal vez Raúl Alfonsín no haya tenido más opción que ajustar las cuentas con el pasado inmediato, pero era indispensable, en los años sucesivos, pensar una política que incluyera, junto con la obligación moral de castigar, una concepción de la defensa nacional que, andando el tiempo, habría de ser protagonizada por las nuevas generaciones de militares. La Argentina, por el marco global en que se mueve y por su estatura estratégica en términos de recursos y riqueza, no puede no tener una noción clara de cuáles son sus intereses a defender en un proyecto de país digno de tal nombre. Había que terminar con una dinámica institucional que asignaba a los militares poder político e injerencias indebidas en la gestión pública, pero no había que terminar con los militares y con toda noción de defensa nacional. Otra etapa histórica se abría y aquellos actores castrenses de antaño no serían ya los mismos en el marco de la impiadosa “globalización” que se avecinaba, cuya seña de identidad más dura sería su vocación por barrer con las fronteras nacionales y por licuar el concepto de soberanía nacional.

De modo que la tragedia de hoy evoca a la de ayer y lo hace  porque la formación fantasmática llamada terrorismo de Estado se cuela en la coyuntura por el atajo de un silogismo oportunista que el periodismo cloaca enuncia más o menos del siguiente modo:  no hay equipamiento para las fuerzas armadas; en vez de equiparlas se las descalificó y se las humilló durante décadas; la tragedia del ARA San Juan es de exclusiva responsabilidad de los que, en vez de contar con una política para las fuerzas armadas, les cobraron, constantemente, facturas del pasado.

No sorprende que todos cuantos se afilian a esta superficialidad exculpan al actual gobierno. Y se supone que lo hacen basados en el simplismo de que, en dos años, no se puede consolidar una política de defensa nacional. Dejando de lado a Alfonsín y a Menem  -a quienes hay que concederles que estaban ocupados en saldar las consecuencias de su pasado reciente-, debemos decir que si durante el período 2003-2015 no se diseñó nada parecido a una política de defensa nacional, también es cierto que hoy la única política que hay a la vista para la defensa  es el ajuste, un presupuesto mínimo que sólo se va en sueldos y no alcanza para equipamiento y  -y esto es lo más importante- un proyecto de país que no necesita fuerzas armadas pues se ha decidido operar en el cuadrante geopolítico estadounidense que sólo concibe a las fuerzas armadas como agentes policiales de frontera para combatir el “narcoterrorismo”.

Y el problema entra así, entonces, en zona de turbulencia. El horror de una muerte como la que posiblemente hayan tenido los 44 tripulantes del ARA San Juan no enerva la inclinación a politizar el tema. Y no está mal politizar los temas que hacen al proyecto de Nación al que debemos aspirar los argentinos. Lo malo es que todavía somos un proyecto… y van doscientos años de vida independiente.

Una vez más, los argentinos se acuerdan -luego de que la tragedia insinúa su desenlace-   de que contar con una política de defensa nacional y con algún tipo de fuerzas armadas son asignaturas que el país debería ya haber aprobado. Pero, también una vez más, el relato insinúa una escrituralidad equivocada, pues a estas horas ya hay periodistas y medios preguntándose qué fuerzas armadas necesita el país y no qué país necesitamos los argentinos para concluir, desde allí, qué tipo de fuerzas armadas defenderán mejor ese proyecto nacional. Ese es el punto.

La Argentina no tiene futuro vendiendo soja y con su capital propio escondido -como hacen trúhanes y malhechores con el botín mal habido- en paraísos fiscales, sino poniendo en tensión la totalidad de sus recursos naturales y humanos en función de un tipo de industrialización todavía pendiente y todavía posible. No se llega ser Canadá o Australia (ese es uno de los eslóganes marketineros del gobierno) sin unas fuerzas armadas participando activamente en la fabricación de insumos para aquella industria pesada que el país pueda encarar -en la era de la robótica y de la inteligencia artificial- en el marco del espacio integrativo llamado a coordinar, en el plano regional, las prioridades nacionales de cada actor de la gesta soberanista que esto implica. Tampoco se llega a ser un país respetado en el concierto mundial sin definir hipótesis de conflicto en función de los intereses nacionales y no haciendo propia la agenda de seguridad diseñada por otros en otra parte del mundo. Y, finalmente, no hay futuro para los argentinos sin la imprescindible “visión gaullista” de la geopolítica mundial que, en el hoy de la globalización económica y financiera, debe consultar como objetivo estratégico de la Argentina, su participación en la construcción de un orden mundial multipolar. Para esto se necesita inteligencia y audacia y, sobre todo, cero prejuicios y nada de anteojeras ideológicas.

Pero no es este el caso, de modo que un país gobernado por Mauricio Macri y por Marcos Peña está condenado de antemano. No hay lugar en el mundo para una Argentina que quiera valerse por sí sola en el mundo o que aspire al medroso reclamo de “inversiones” al costo de asumir la agenda antisoberanista y antipopular que Estados Unidos ha renovado para América Latina.

No se trata de poner nuevamente en pie a Fabricaciones Militares o a aquella Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (SoMiSA) que supieron ser pilares de un proceso industrialista que, aunque defectuoso, iba, en su momento histórico, orientado en la buena dirección. Pero haríamos bien en dejar de soñar con una Argentina fuerte y respetada si tenemos como agenda para las fuerzas armadas el degradarlas a policía de fronteras en busca de contrabandistas de cocaína.  Hoy en día y en el mundo, la reivindicación nacional se constituye a sí misma como opuesto de la internacionalización que implica la globalización y por eso ésta encuentra resistencias bajo el formato nacional o bajo las tendencias centrífugas hacia las secesiones. En ese contexto, sólo se puede tener futuro como Nación y eludir el destino de Estado fallido proponiéndose un proyecto nacional y social en el cual están llamados a ser pilares fundamentales las fuerzas armadas defensivas del país y sus trabajadores que son, al fin y al cabo, los que crean la riqueza material en todas las latitudes. La cuestión es nacional y social. La encrucijada que enfrenta la Argentina estriba en encontrar el camino para ser un país genuinamente soberano y, a un tiempo, un país justo.

Un eje integrativo y soberanista en América Latina, claro está, pondría en entredicho la propiedad y el modo de gestión de los vastísimos recursos naturales, humanos y de biodiversidad con que cuentan Argentina y Latinoamérica. Y es el caso que los dueños de hoy de esos recursos también son los dueños de la comunicación, son los que diseñan el orden simbólico, definen el sentido común  y tamizan la imagen y la medida de valor con que aquellos  procesos integrativos  van a ser percibidos.  Por esa causa -entre otras causas- tocó a su fin el ciclo soberanista centro y sudamericano que recorrió el continente a lo largo de los tres lustros iniciales de este siglo. Pero fin de ciclo no es lo mismo que derrota.

En rigor, el último conato de industrialización serio y digno de tal nombre fue el que se intentó implementar durante el período 1958-1962. Los militares lo abortaron. En nombre de la patria. Y para desembocar, andando el tiempo, en el apoyo a “patriotas” como Martínez de Hoz y Videla.

Eso se llamaría miopía política si no fuera algo más grave. Como es miopía política (y anhelamos que no sea algo más grave) que un general retirado confíe en Macri para rescatar a las fuerzas armadas del actual estado de postración en que se debaten, que eso, en suma, es lo que ha hecho don José Luis Figueroa (Infobae On Line, 24/11/17, su nota “El submarino San Juan expone el rencor hacia los militares”).

No es el único que lo dice pero dice muchas cosas que resumen un poco lo que, a estas horas, constituye buena parte de la narración nacional de la tragedia del ARA San Juan y de todos los argentinos. Cree advertir, el aludido general, “miedo rencor e indiferencia” hacia los militares por parte de la sociedad argentina. No hay tal. A estos militares de hoy no cabe más que tenderles la mano porque -como Figueroa dice- son de origen popular y no habitan, precisamente, en los barrios más ricos.  Se trata de oficiales, suboficiales y soldados. A éstos, entonces, el pueblo les da la derecha. A éstos. No a aquéllos. Y aquéllos -aquí sin dudar, como sí duda Figueroa- son los que pusieron el Estado argentino -con sus recursos, humanos y materiales- al servicio del terrorismo de Estado. Por eso son criminales de lesa humanidad. Por eso sus crímenes son imprescriptibles, como en la Alemania de hoy lo son los cometidos por los nazis que, de tanto en tanto, todavía supérstites, comparecen ante los tribunales. No hay dos demonios -como quiere Figueroa-. Ni siquiera hay uno solo. Aquí no hubo demonios. Hubo lucha de clases, que ahora se eufemiza como “grieta”. Y a la lucha armada no llamó Santucho, llamó Perón antes que Santucho, en febrero de 1970 (v. “Carta a las FAP”; en Documentos de la Resistencia Peronista; recopilación de Roberto Baschetti, Puntosur Editores, Bs. As., 1988, p. 439).  Era el clima de época, aquí, en Latinoamérica y hasta en Europa. Y los que usaron el Estado para tirar guerrilleros vivos al mar y para robar niños fueron aquellos criminales de lesa humanidad, no estos militares de hoy a los que todavía  se les escamotea un lugar en la sociedad y que tienen que entregar a 44 víctimas para que recién entonces el periodismo bobo, el periodismo cloaca de este país, se acuerde de que Aguad o Macri no tienen  agenda para estas fuerzas armadas, y sin sospechar (o sabiéndolo perfectamente) que la única agenda de que dispone este gobierno en el punto es degradarlas a policía de frontera persiguiendo borrachos, tratantes o  delincuentes que hayan sido nombrados como tales por la Usaid o por la DEA.

Al dolor y al horror de esa muerte inmerecida de esos 44 tripulantes les hacen nulo honor las miserables especulaciones negociales tanto de los “operadores” con pasado combativo, como las de “dirigentes sociales” cuya única verdad es la oportunidad, que alucinan que sin Aguad podrán “proveer” más y mejor a unas fuerzas armadas de las que poco les preocupa si forman parte de un proyecto de país o de una aventura neoliberal sin futuro y a contrapelo de la historia. Tampoco rinde buen homenaje al capitán submarinista Pedro Fernández y a sus subordinados el señor Pinedo echándole la culpa al kirchnerismo de una imprecisa “destrucción” del material castrense inscripta, esa destrucción, en la sempiterna “pesada herencia” recibida. El caso es que no pueden hacer otra cosa, unos porque su condición de negociantes insomnes los hace partidarios incondicionales de todo cuanto sea lucro fácil y negocio oportuno. Otros, porque no pueden decirle a las fuerzas armadas y al pueblo que los votó que no tienen más proyecto para la Argentina que la condición de país agrícola subordinado a la agenda geopolítica de los Estados Unidos.

Sin que pueda decirse que el kirchnerismo alumbró para el país una Argentina con un proyecto industrial, lo cierto es que el ARA San Juan fue reparado en Tandanor en  2014 y que aún hay que esperar para saber qué lugar ocupará en el expediente ya abierto el requerimiento que, en mayo de 2016, la diputada Nilda Garré le hizo al jefe de Gabinete en estos términos: “… el submarino San Juan necesita de una carena desde hace tiempo y se la deberá hacer pronto si no se quiere tener incidentes de navegación” (el carenado es el mantenimiento al casco del buque).

En este punto estamos. Más que quién tiene la culpa hay que saber qué proyecto de país tenemos. Sería un error descomunal no reparar en que se trata de un problema de naturaleza esencialmente política, porque se trata de concebir un país integrado a las nuevas corrientes soberanistas e independentistas que surcan el mundo cuando ya está lanzada la nueva era de la informatización, la robótica y la inteligencia artificial aplicadas a la producción y a los flujos globales. Un error descomunal (o una opción de clase) será renunciar a la personalidad propia a remolque de hegemonías continentales en decadencia histórica. Nada hay más grave hoy que el haber optado por un modelo que concibe una mejor calidad de vida para los trabajadores como un gasto y no como una inversión. Si los derechos son un obstáculo para el crecimiento ello se deberá a que estamos en busca de un país subordinado, primarizado y con derechos para pocos.

Un relato conspiracional ha entrado también en el debate y arrecia con sospechas de toda laya. Preferimos no entrar en un terreno en el que la conjetura excluye el rigor. Mientras tanto, el ISIS ya comienza a transfigurarse, en este sur de América Latina, en una sedicente “RAM” que “niega al Estado argentino” y que, como es natural, constituye una “nueva amenaza” que deberá ser combatida en el marco de la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico porque, ya se sabe, los mapuches consumen cocaína en la celebración del Ngillatún de la Machi. Que se preparen, los militares argentinos, para una segunda campaña contra los pueblos originarios. Esa agenda ya fue decidida por otros, en otra parte.

Las medias tintas, en ciertos órdenes de la vida, pueden brindar una ilusión de seguridad. Pero en la política y en punto a considerar los buenos valores sobre los que debería fundarse una sociedad, no conducen más que a nublar la etiología de los problemas y a posponer sus soluciones. Es el proyecto de país que encarna Macri el que traerá luto sobre este, nuestro lugar en el mundo. Hay que huir de toda ambigüedad. De lo contrario, pagará un precio la sociedad, nuestra sociedad. Será el precio que irroga contar con una moral y no con otra. Los signos exteriores de una moral social expresan esa moral y transfiguran en símbolos a la sociedad que ha adoptado esa moral. No es lo mismo que una calle se llame Jorge Luis Borges que Ramón L. Falcón.  Es un ejemplo, no una propuesta de nuevo nominalismo urbano. Y si la sociedad encuentra que tal oxímoron ético está expresando “equilibrio”, esa sociedad está en un problema. La ambigüedad no es un destino, es una decisión. Pero no de la sociedad, sino de quienes administran, al interior de ella misma, de la sociedad, el saber, o los saberes, o la toma de decisiones. Claro que, a quienes administran, los elige el pueblo… Tensiones dialécticas de un país en marcha hacia algún lado.

*Juan Chaneton, periodista, escritor, colaborador de Tesis 11.

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