“Aviso de incendio”

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Odette Toulet*

Extraído de Espaces Marx. Traducido del francés por Margarita Cohen y Carlos Mendoza

Interpretación sociológica de las revueltas de jóvenes de barrios marginales en París y otras ciudades francesas, mediante incendios sistemáticos de automóviles.

 

 

El título de esta obra de Michael Löwy (1) dedicada a los últimos escritos del filósofo Walter Benjamín, es de candente actualidad. Tanto porque sus dichos  evocan la reciente situación explosiva que se produjo en suburbios y barrios sensibles, como por lo que quiso significar Walter Benjamín:  Si no se escribe la historia del lado de los más desposeídos, la sociedad corre riesgos, la civilización corre riesgos.

 

Podemos estar tentados de explicar la reacción exacerbada de los jóvenes de los suburbios más desfavorecidos y más relegados, por la escalada general del descontento que crece y gruñe.  Hubo un millón de personas en la calle en Octubre y para el gobierno es como si nada hubiera pasado. La aplanadora de una política al servicio del liberalismo económico y de las “necesidades” de los más ricos, continúa su avance despreciando totalmente los movimientos de protesta. Entonces sería fácil explicar – y a veces lo ha sido –,  como una manifestación de ese descontento social la muerte atroz de dos jóvenes estudiantes perseguidos por la policía que creyeron (¿) encontrar refugio en un transformador eléctrico.

 

 Nada más lejano, aun cuando ese suceso se inscriba en el descontento y en el desprecio hacia las expresiones de ese descontento. El hecho de que niños que son despreciados y  perseguidos por la policía, mueran – porque los colegiales son en cierto modo niños -, el hecho de que niños de nueve a doce años hayan podido observar, luego de esta doble muerte, la catástrofe de los suburbios, es mucho más que eso. Es el signo de que en nuestro país la sociedad está enferma. Está enferma de sus niños, está enferma de sus jóvenes.  Y habría que agregar a esos jóvenes seres coléricos, los que mueren en las rutas o los que se suicidan – aún siendo niños – (en este sentido, sería interesante indagar en el Observatorio de la salud acerca de las cifras, a fin de tener una visión real de conjunto acerca de este  problema).

 

Se podrá decir que esos jóvenes fueron manipulados – y quizás lo fueron – pero eso no minimiza para nada  su real desesperanza. Eso no minimiza  la espiral acelerada en la que esos jóvenes, que se han convertido en rehenes de la violencia que provocaron, reciben como respuesta el engranaje de la represión o un recauchutaje de socialización que no tiene nada que ver con lo que ellos necesitarían para lograr ser seres humanos dignos y ciudadanos de tiempo completo. Con el agregado de que se les dan lecciones de civilidad republicana.  Este hecho merece que nos detengamos en él, que reflexionemos en él, sin recurrir a los discursos habituales, seguidos de sus habituales efectos. Los que trabajan al lado de esos jóvenes, aquellos y aquellas que se movilizaron con coraje al lado de ellos para hacer cesar ese momento de violencia exacerbada, no pueden lograrlo solos.  Una vez más se trata de una sociedad que está enferma de sus niños y de sus jóvenes y eso comienza con la rebelión de los más frágiles, de los más desposeídos, de los más excluidos entre ellos. Y es la sociedad en que vivimos.

 

Las respuestas represivas ensayadas, los discursos vacíos de los que nos gobiernan, que muestran un completo desfasaje con la realidad, solo podrán generar situaciones futuras que nuevamente harán saltar la tapa de la olla a presión. Habrá otros dramas porque – a diferencia de las manifestaciones de los huelguistas –, estos jóvenes no están “organizados”, no tienen ningún sindicato, ningún partido que los defienda. Solo se representan a sí mismos, a esa cara negativa que la sociedad pareciera necesitar para que otros puedan gozar en forma más o menos tranquila de su vida, o más bien de sus objetos de consumo. Esos jóvenes se encontrarán más desprovistos que antes, víctimas – sin comprenderlo – de su movimiento de protesta y señalados por la opinión pública, a través de los medios, como fabricantes de desórdenes inciviles, incluso como enemigos internos. Cómo van a salir de las prisiones preventivas, de las medidas de encarcelamientos, cómo van a reaccionar si se estigmatiza a sus padres, si se castiga a sus padres quitándoles la ayuda social?  Y nosotros qué vamos a hacer?   Nosotros qué hacemos?

 

En ocasión de los recientes encuentros filosóficos de Espaces Marx, Ives Dollé decía que “las palabras son algo más que señaladores de la realidad, son un velo sobre la realidad”.  Es lo que podríamos decir, por ejemplo, de las palabras que definen los sucesivos programas que se han llevado a la práctica para ayudar a los más desfavorecidos.

 

Por mi parte, yo diría que los recientes sucesos han mostrado que las palabras, cuando vehiculizan la desigualdad, la exclusión, el desprecio, bien podrían ser  detonadores de la realidad. Y más que detonadores de la realidad, detonadores de lo real. No hablo de la sola limpieza con karcher (NT: aparatos de limpieza) que repetimos y requeterepetimos. Hablo de las palabras cotidianas de cada uno y cada una, de esas palabras a las que ya no prestamos atención – hablar, por ejemplo, de inmigrantes cuando nos referimos a niños franceses de la segunda o tercera generación de “inmigrantes” de países de Africa, mientras que nunca usamos esa palabra para los descendientes de inmigrantes de países europeos.  Todas esas palabras que se nos escapan o que no retenemos, por costumbre, por laxismo por “caridad” (tenemos que “ocuparnos de ellos”), que son otras tantas mechas de detonadores de la realidad. La realidad de una juventud acorralada por la desesperanza desde los nueve años. Estos jóvenes que consideramos peligrosos, reaccionaron violentamente porque están en peligro.  Hijos, a veces nietos de desempleados, ellos mismos sin trabajo o sin perspectivas de trabajo para los que estudian, recluidos frecuentemente en barrios de confinamiento (como se llama a ciertos sectores en las prisiones), sin los medios para poder salir de esa situación, expuestos al racismo, al desprecio, a las confusiones y a los miedos a la fe musulmana mal entendida por una sociedad en la que “Dios está muerto”, víctimas de todas las desviaciones del lenguaje que les endilgamos, de todas las imágenes de ellos mismos que les devolvemos.  Una realidad cuyas raíces  podrían estar parcialmente inmersas en nuestra actitud frente a la guerra de Argelia y a sus consecuencias y que podría retornar como el rechazo que es, aun antes de que eventualmente se actualice la ley del 3 de Abril de 1955 (NT: ley declarando el estado de emergencia en Francia y su entonces colonia Argelia), que – por si fuera necesario – vendría a aclararlo aún más. Una realidad cuyas raíces podrían estar inmersas en un racismo e incluso en un eugenismo (NT: Teoría del mejoramiento genético humano mediante técnicas, limitando la reproducción de individuos portadores de caracteres considerados desfavorables), tan integradas a nuestro modo de pensar, que afloran en los momentos más inoportunos, aun entre aquellos o aquellas que dicen o quieren combatirlas. Una realidad que encuentra su origen en los dobles discursos de los que estos jóvenes son rehenes. Ahora bien, un doble discurso te vuelve loco y los médicos lo saben.  De un lado, les decimos: intégrense – el presidente de la República incluso dice que se logró la integración -…….. y del otro los acorralamos en ciudades que luego llamamos suburbios o barrios sensibles. Por un lado recurrimos a los “grandes hermanos” y a los imanes para hacerlos volver a la calma y del otro perseguimos a los religiosos fundamentalistas como si fueran terroristas.  Por un lado hablamos de integración, de valores republicanos, de laicidad y por el otro – en el momento de la escalada en masa de los velos y los pañuelos – jugamos a ser comprensivos o reaccionarios. Por un lado hablamos de respetar las diferencias y las identidades y por el otro no las tenemos en cuenta. Por un lado hablamos de valores republicanos, por el otro el sistema económico liberal necesita comunidades separadas, incluso comunitarismos (NT: comunidades con identidad étnica, ó religiosa, ó cultural, etc.) para fragmentar mejor, para dividir a los hombres y a las mujeres, para entrenarlos en un individualismo cada vez mayor, a fin de favorecer el propio desarrollo económico liberal. Hace unos años, Pierre Legendre (2) escribía: “En el fondo, el nuevo orden industrial tiende a gobernar pedazos, un ser humano fragmentado, es decir desubjetivado”, solo que ahora estamos ante el nuevo orden del mercado del dinero, pero eso no cambia nada al respecto. Se trata de gobernar pedazos, para mercantilizarlos, y  – como siempre hay un excedente – organizar quién participará de ese excedente y destinar ese excedente contra aquellos y aquellas que aún no participan del mismo. Y en este sentido, los jóvenes que se rebelaron estas últimas semanas, ayudaron bastante a ese criterio, atacando primero a aquellos no tan desfavorecidos como ellos. Excluidos del consumo al que todo nos compele, ellos también caen en el ciclo de la demanda de bienes inaccesibles para ellos y – al no poder acceder a los mismos – arrastran con ellos a los más próximos, aquellos que viven cerca de ellos y gozan un poco de los bienes de consumo de los cuales estos jóvenes y sus familias están privados.

 

Se habló de crisis de sentido común, de fracaso de los padres  (incluso se llegó a hablar de la poligamia como causa, juzgando el sistema social de otra cultura a través de la nuestra),  oímos culpar al fracaso de las familias.  Crisis de sentido común seguro que hubo, en una sociedad donde el sinsentido muy frecuentemente ocupa el lugar más destacado. Escuelas, gimnasios, centros sociales, empresas en zonas francas, oficinas públicas fueron quemados. Esto demuestra que la escuela – cualquiera sea el nivel de competencia y el nivel filosófico y político de algunos de sus profesores – no puede evitar que numerosos jóvenes no puedan encontrar trabajo, que los  gimnasios, centros sociales y socio-culturales – por mejor administrados que estén – no pueden reemplazar al trabajo digno, al alojamiento, al entorno decente,  que las empresas que reclutan empleados según su aspecto físico o por cómo suenan sus nombres no van a durar mucho, que las oficinas públicas, símbolo de un poder que ignora a los excluidos, no tienen razón de ser para ellos. Crisis de los “padres” que fracasan, que no son los de las familias de estos jóvenes, estos padres y estas madres ya con frecuencia humillados y maltratados, sino de esos “padres” que son los gobernantes, los que deciden la represión.  Que fracasan también, porque ya no son nuestros gobernantes quienes nos gobiernan, sino la ley impalpable e implacable del mercado al que sirven de forma ciega y complaciente.

Cuando gobiernan, no les interesan las cuestiones sociales, culturales, democráticas – salvo por las pequeñas cosas que logran -, su preocupación no es incrementar el mercado del trabajo, sino el del dinero. Y por eso, lo que les interesa a los gobernantes es el mantenimiento del orden público, el orden que denominamos republicano en ciertas circunstancias pero que, luego de haber medicado y psicologizado la pobreza, les permite quedar liberados para llegar hasta a criminalizarla. Y, criminalizándola, pueden reintroducir el estado de emergencia.  No nos equivoquemos: Este estado de emergencia que no parece modificar nuestra actual conducta, ya que la vida continúa como si la paz social decretada segregara un anestésico,  también nos reduce a la obediencia  a nosotros a pesar/con la especie de autismo que envuelve nuestra actual ausencia de respuesta frente a este estado de emergencia que no es lo que creemos. A menos que – sofocados por la aceleración de la espiral infernal del mercado del dinero – viviéramos una paralización del tiempo de la cual surgiríamos con una mirada nueva, con palabras menos seguras por ser menos habituales y – quien sabe – con prácticas que tratarían de cambiar lo que decimos que queremos transformar.

 

Rechazados o viviendo rechazados por el  sistema creado por el mercado del dinero, dos jóvenes escolares se consumieron en un transformador de energía necesario para el consumo, condensando en un mismo acto, en un mismo lugar, los síntomas de una sociedad presa de los dictados de ese mercado.  A causa de esta doble muerte – como si una sola no hubiera alcanzado -, estos jóvenes aunaron los términos “consumar” y “consumir”.  Estas dos palabras vienen del latin “consummere”, que quiere decir en los dos casos “consumir”, es decir, entre otras cosas: quemar, exterminar, destruir, terminar. A fuerza de vivir en una sociedad de consumo, habíamos separado estos dos términos como si no tuvieran nada que ver entre ellos. Sin embargo, no hay consumo sin desperdicios. No hay consumo sin restos, sin escoria, sin mierda. Esto comienza con los alimentos que consumimos. Estos dos jóvenes que – por inadvertencia? por miedo?  por rebelión? por una elección inconsciente? -,  trataron a sus cuerpos como basura, vinieron a recordar que el mercado del dinero es también la referencia a la “mierda”, cosa que sus congéneres más o menos entendieron y más o menos notificaron a pesar/por la violencia de sus actos.  Pero podrían haber dicho mucho más que eso. El mercado del dinero le quita sentido al trabajo, a la producción, a la industrialización, para interesarse únicamente en él mismo. Sacrifica el futuro de la civilización y quizás del planeta; tiene una necesidad permanente de hombres, de mujeres, de jóvenes, de niños, de categorías de pueblos para sacrificar, quitándoles el derecho a la dignidad al negarles los medios de subsistencia. Esta espiral en la que las necesidades del mercado del dinero la han hecho caer, pone en retroceso a la civilización. Aunque las ciencias y las técnicas evolucionen, los procesos psíquicos siguen siendo los mismos.  Y con este retroceso, es como si volviéramos a la época de los sacrificios en masa de los Aztecas, pero con una diferencia: los aztecas ofrendaban a sus dioses a hombres que habían sido preparados para la muerte y eran respetados.  El mercado del dinero – concepto virtual detrás del que se esconden algunos puñados de hombres bien reales -, no tiene nada de divino y, por lo tanto, nada de respeto por los hombres, mujeres y niños que sacrifica (3).

 

Así entonces, la muerte de estos dos jóvenes estudiantes en un transformador, podría transformarse en el dedo que escriba sobre una pared la ruta a seguir: aquella que sirva para lograr el fin de un sistema inhumano.  La ruta todavía será larga.

 

 

 

(1)           Michael Löwy, Walter Benjamín:  Aviso de incendio; Una lectura de las tesis “Sobre el concepto de historia”; Prácticas teóricas, puf, mai 2001.

(2)           Pierre Legendre, Lección VIII – El crimen del Cabo Lortie; Tratado sobre el Padre, Librería Arthème Fayard, 1989

(3)           El final de este texto debe mucho a la relectura de: Georges Bataille, La Parte Maldita, precedida por la Noción de  Gasto, Ediciones de Minuit (…).  Es útil destacar que, tanto las afirmaciones de Georges Bataille como las de Walter Benjamín – dada la profundidad de su reflexión y el tiempo que les llevó su elaboración -, a pesar de la evolución de la forma de capitalismo, siguen siendo de una actualidad sorprendente.

 

*Odette Toulet, Miembra del Consejo de Dirección de Espaces Marx Bordeaux Aquitaine.  

Extraído de Espaces Marx. Traducido del francés por Margarita Cohen y Carlos Mendoza

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